por Cezary Novek
Especial para HDC
Quedaban pocos pedazos de carne sobre la tabla. El Flaco se había ido a comprar más vino. El Enano dijo que se tenía que volver a la casa, que al otro día trabajaba. El Tuerto se quedó callado un rato, pensativo. Me preguntó si había visto el especial del noticiero, sobre una casa embrujada en Alta Córdoba. Le dije que sí.
Volvió el Flaco con dos vinos más. Nadie se quiso comer los pedazos de matambre que sobraron, pero aseguraron que se arrepentirían al día siguiente porque había salido perfecto. Me preguntó que me había parecido el informe del noticiero.
Le dije que el lugar daba miedo, pero que no habían explotado la historia como deberían, ya que el notero hizo preguntas muy tontas y repitió veinte veces los mismos datos. “Si tuviera tiempo en cámara, me prepararía bien antes, cosa de poder incluir más info en esos minutos. Hablar de la casa Winchester, comparar con otros casos locales y eso”.
“Conocés otros casos locales?” Insistió el Flaco. “Sí, claro, había una casa en Unquillo que estaba vacía y con las ventanas abiertas. Ni así se animaba a entrar nadie. Cualquiera que conociera el lugar prefería dormir bajo la lluvia o el sol antes que buscar refugio ahí. Especialmente desde que descubrieron un sótano con instrumentos de tormento”, le conté con el tono más ominoso que pude lograr. “¿Y sabés la dirección?”, preguntaron. “No, ni idea, me contaron hace mucho, me la mostraron de lejos, mientras íbamos en auto, pero fue hace tanto que no la podría ubicar”.
El Tuerto renegaba con un cuchillo. De a poco, lograba destapar el vino. Maldijo haberse olvidado el destapador en su casa. “¿Sabías que hay un tipo que puede usar más de la mitad del cerebro?”, preguntó mientras servía el vino. “No, ni idea, pero creo que los más superdotados usaban un 15 o 20 por ciento nomás. Igual eso es un mito, usamos todo el cerebro pero no a la vez”, le dije. “Bueno, este tipo puede usar más de la mitad todo el tiempo”, insistió. “Ah, ¿y cómo se llama?”, le pregunté, pensando en el Judío Errante o el Conde de Saint-Germain. “No sé, se ha cambiado muchas veces de nombre”, respondió. Y volvió a insistir con que si había visto el informe.
“Sí, le dije”, lo vi entero. “Ah, porque yo no. Justo me tuve que ir a trabajar al bar. ¿Sabés qué pasó?”. “Sí, es un PH en donde uno de los departamentos no se puede alquilar porque cada vez que alguien se muda le pasan cosas tan horribles que se termina yendo. La que más duró estuvo nomás diez días. Dicen que vivió una pareja de espiritistas, que hacían un montón de cosas y que desde que se fueron algo debe haber quedado ahí”. “¿Y te acordás la dirección?”, dijo él antes de bajarse medio vaso de vino. “No, pero la anoté en una libreta que tenía a mano ese día. Debe estar en casa”. “Tenemos que ir ahí. Yo te acompaño. Vamos, llevamos ese grabador que tenés y le pedimos al Flaco que lleve la cámara con el trípode. Le pagamos a los dueños para pasar una noche ahí y nos llevamos la Ouija ¿Te animás?”. La idea era algo rebuscada pero tenía su atractivo: enfrentar al miedo en un lugar donde todos desistían. “No es mala idea, pero lo de la Ouija no sé si hace falta… dicen que te pasan cosas después de jugar: pesadillas, desgracias, escuchás ruidos a la noche y eso”, dije.
“No, tenemos que llevarla. Yo quiero hablar con los espíritus”, insistió. “¿Para qué? Se supone que no dicen nada con sentido”. “Porque los espíritus saben cosas. Y yo quiero saber dónde se esconde ese tipo que puede usar más de la mitad del cerebro”. “Si es tan inteligente como decís, seguro que debe estar bien escondido”, le dije. “Por eso, la única manera de sacarle ventaja es preguntándole a los espíritus”. El vino se iba agotando igual que la paciencia del Flaco, que se dormía sobre la mesa. El Tuerto había paliado el sopor con medios artificiales y estaba más entusiasmado que nunca. Por la ventana, los rayos del sol prometían una mañana infernal.
“¿Y para qué carajo te interesa tanto ese tipo?”, le dije. “Porque no puede ser que use más de la mitad del cerebro. Es demasiado inteligente. No puede ser eso. Tengo que saber dónde se esconde. Tengo que encontrarlo y cuando lo haga lo voy a matar”, dijo dando un poco calculado golpe a la mesa. Su vehemencia se cortó cuando escuchó el sonido de los cubiertos golpeando contra el piso. El Flaco ya roncaba, con la cabeza colgando hacia atrás, como un pollo desnucado que espera su turno para el desplume y la parrilla. Miró de reojo a la ventana y se tomó el sorbo de vino que quedaba. “No te ofendas, pero me tengo que ir a dormir. Si querés, te tiro un colchón y te quedás”. Le dije que no había problema, que eran un par de cuadras, que no sabía cuándo despertaría así que prefería llegar a casa. Bajamos por las escaleras, esquivando las cucarachas muertas y los pedazos de revoque que se desprendían de las paredes del pasillo. En la puerta el sol ya daba fuerte. Me abrió manteniendo el resto del cuerpo lejos de la luz. “Voy a matarlo. Voy a averiguar dónde se esconde y lo voy a matar”, murmuró mientras yo me iba.
Publicado en Hoy Día Córdoba, el 31 de Agosto de 2017.