por Cezary Novek
Especial para HDC
Hay un arquetipo particular con el que todos nos hemos cruzado alguna vez y que, pese a ser tan común como la gripe, casi siempre pasa desapercibido. Puede tener barba candado, Rolex de imitación y lentes oscuros de plástico. Puede ser un hombre de barba recortada y austero saco negro. O de aspecto campechano, simpático. Incluso puede usar bigotito hipster y presentarse –la mano floja como una paloma muerta– bajo la investidura de gestor cultural. Lo que jamás cambia es su rol de representante, así como sus intenciones. Igual que buitres volando en círculos sobre un animal moribundo, suele manifestarse en tiempos de crisis económica o después de catástrofes naturales. Es un demonio de pretensiones modestas, pero igual de dañino, que suele desaparecer a la menor complicación de la misma forma en que apareció de la nada. Pero, como la gripe, siempre vuelve.
Mis encuentros fueron varios.
Invierno de 2000. Cuando llegué, había una cola de doce personas. Bajó el hombre de confianza, el segundo a bordo, un tipo de cuarenta y largos, de pelo rubio entrecano, ojos verdes chiquitos y dentadura ratonil. Parecía una reencarnación de Jimmy Carter. Nos hizo pasar a todos a una especie de sala de reuniones, en un local de la galería Planeta. El anuncio decía algo así: “2º piso, local B6 costado izquierdo, pegado a la cerrajería”. Jimmy Carter –que se llamaba Adrián, creo– nos acomodó en unas pocas sillas y nos dijo que sacáramos papel y lapicera para anotar. Luego apareció El hombre, Iván Castro (por llamarlo de alguna manera). Tenía barba recortada, camisa y corbata floja, pelo negro y escaso, cachetes de abogado bonachón. Todo en él era agradable y protector, como un papá oso. Le pedí una lapicera. “¿Un vendedor sin lapicera? ¿Así empezamos?”, me dijo con una sonrisa mientras me daba la suya. Nos habló de la importancia de hacerse a sí mismo. Que un vendedor no era un empleado vulgar ni un pobre diablo: “¿Cuánto gana un pobre infeliz que es empleado de comercio?”–En ese momento, unos 600 pesos–”Una vez, estaba terminando mi recorrido, había generado la venta del día. Me voy a cortar el pelo y como había seis tipos esperando, me puse a charlar. Resultado: seis ventas. Me hice el sueldo de un empleado de comercio en una tarde. ¿Qué hice al otro día? Lo metí en un plazo fijo y salí a vender de nuevo. En tres meses me compré mi primer auto. En un año terminé de pagar la casa”. Todos tomábamos notas mientras nos secábamos la baba al imaginar la montaña de plata que podíamos hacer siguiendo los pasos del tal Iván. “Un día me di cuenta de que no todo era hacer plata para mí, que ya tenía lo que necesitaba. Porque la plata no es todo en la vida, ¿saben? Tenía necesidad de ayudar a los demás. Veía gente que se quedaba sin el trabajo de toda la vida. Así que me dediqué a capacitar. El primer alumno fue Adrián. Así como lo ven, acaba de llegar de Cancún. Él los va a ayudar con el trabajo de campo”. Jimmy Carter sonrió de costado y se acomodó el flequillo lacio clavo. Todos asentimos en silencio mientras nos repartieron unas carpetas de tapa transparente con unas fotocopias. “Nosotros vendemos desde un clavo hasta un automóvil. Ustedes van a empezar con coberturas odontológicas, que es como el pan y los ataúdes: no hay ser vivo que no las necesite”. Cuando terminó de festejar su chiste, Jimmy ya nos estaba empujando a la puerta. “La primera cuota es para ustedes, el resto las cobramos nosotros”, sentenció. La cita era al otro día, en la plaza Jerónimo del Barco. 8 de la mañana estábamos todos y Jimmy nos hizo bajar hasta el cementerio San Jerónimo, luego repartió las cuadras y nos dijo que nos encontrábamos a las 12. No vendí nada. Con suerte algún viejito medio sordo me atendió por la ventana. La mayoría te echaba sin abrir la puerta apenas sabía lo que vendíamos. A las 12 supimos que una sola chica había vendido una. El resto, nada. Adrián llegó media hora después, secándose la traspiración de la frente colorada con la manga del saco gris, barato. “¿Cómo te fue, vendiste algo?”, le preguntó un flaco de pelo largo. Jimmy escupió a un costado “dos”. No volví más, porque conseguí otra cosa. Me estuvo llamando durante meses diciendo que me acercara a devolver la carpeta, que me iba a demandar.
Años más tarde, otra entrevista. Éramos dos, una chica y yo. El tipo representaba una empresa que vendía textos educativos en colegios. Delgado y menudo, detrás del escritorio tenía el mismo porte que Norberto Díaz cuando hacía de empresario con serias dificultades: “Yo empecé de muy abajo. Me fui de casa a los 14 años, cansado de los golpes de mi padre y del alcoholismo de mi madre. Anduve de aquí para allá y las malas juntas me llevaron por el camino de las drogas. Yo aspiraba pegamento y fumaba marihuana. Dormía en las plazas y hubiera seguido así de no ser porque Jesús abrió mi corazón a una nueva vida. Y el Señor me dio un puesto copado. Entonces yo me ocupo de seleccionar quiénes serán los vendedores encargados de visitar los colegios, de hacer llegar nuestro material a los docentes y alumnos. Van a empezar a prueba, con una serie de entrevistas. Si logran pasar esa instancia, empezarán a vender. Se les pagará una comisión del 5% de cada libro vendido y si logran sostener una cantidad de ventas más o menos constante, al cumplir los seis meses pasarán a cobrar, además, un sueldo fijo. No cubrimos viáticos ni gastos de transporte. Y el material se los entregaremos después de una inversión inicial al precio de costo. Yo empecé así y ahora estoy coordinando más de cuarenta células de cinco personas cada una”.
En otra ocasión, tomó forma de un chef delgado que aplastaba un cigarrillo tras otro en un cenicero cerca de mí mientras decía: “Con tu experiencia, podés trabajar de bachero. El primer mes es a prueba. No te pagamos hasta que quedes fijo, pero podés comer el menú del día cuando termines tu turno. Yo también fui bachero. Ahora soy encargado de RRHH”.
Volvemos a encontrarnos cada tanto. Suele presentarse periódicamente, aggiornando su disfraz según mis actividades, intereses y necesidades del momento. Igual que las enfermedades infantiles, es mejor padecerlo a edad temprana que de adulto. Lo saludo de forma esquiva y cortés, como se haría con un ex amigo o un viejo enemigo. Luego cruzo de vereda.
Publicado en Hoy Día Córdoba, el 28 de Marzo de 2017