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TRÓPICO DE PISCIS - Yo también empecé así

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por Cezary Novek
Especial para HDC

Hay un arquetipo particular con el que todos nos hemos cruzado alguna vez   y que, pese a ser tan común como la gripe, casi siempre pasa desapercibido. Puede tener barba candado, Rolex de imitación y lentes oscuros de plástico. Puede ser un hombre de barba recortada y austero saco negro. O de aspecto campechano, simpático. Incluso puede usar bigotito hipster y presentarse –la mano floja como una paloma muerta– bajo la investidura de gestor cultural. Lo que jamás cambia es su rol de representante, así como sus intenciones. Igual que buitres volando en círculos sobre un animal moribundo, suele manifestarse en tiempos de crisis económica o después de catástrofes naturales. Es un demonio de pretensiones modestas, pero igual de dañino, que suele desaparecer a la menor complicación de la misma forma en que apareció de la nada. Pero, como la gripe, siempre vuelve.
           
Mis encuentros fueron varios.

Invierno de 2000. Cuando llegué, había una cola de doce personas. Bajó el hombre de confianza, el segundo a bordo, un tipo de cuarenta y largos, de pelo rubio entrecano, ojos verdes chiquitos y dentadura ratonil. Parecía una reencarnación de Jimmy Carter. Nos hizo pasar a todos a una especie de sala de reuniones, en un local de la galería Planeta. El anuncio decía algo así: “2º piso, local B6 costado izquierdo, pegado a la cerrajería”. Jimmy Carter –que se llamaba Adrián, creo– nos acomodó en unas pocas sillas y nos dijo que sacáramos papel y lapicera para anotar. Luego apareció El hombre, Iván Castro (por llamarlo de alguna manera). Tenía barba recortada, camisa y corbata floja, pelo negro y escaso, cachetes de abogado bonachón. Todo en él era agradable y protector, como un papá oso. Le pedí una lapicera. “¿Un vendedor sin lapicera? ¿Así empezamos?”, me dijo con una sonrisa mientras me daba la suya. Nos habló de la importancia de hacerse a sí mismo. Que un vendedor no era un empleado vulgar ni un pobre diablo: “¿Cuánto gana un pobre infeliz que es empleado de comercio?”–En ese momento, unos 600 pesos–”Una vez, estaba terminando mi recorrido, había generado la venta del día. Me voy a cortar el pelo y como había seis tipos esperando, me puse a charlar. Resultado: seis ventas. Me hice el sueldo de un empleado de comercio en una tarde. ¿Qué hice al otro día? Lo metí en un plazo fijo y salí a vender de nuevo. En tres meses me compré mi primer auto. En un año terminé de pagar la casa”. Todos tomábamos notas mientras nos secábamos la baba al imaginar la montaña de plata que podíamos hacer siguiendo los pasos del tal Iván. “Un día me di cuenta de que no todo era hacer plata para mí, que ya tenía lo que necesitaba. Porque la plata no es todo en la vida, ¿saben? Tenía necesidad de ayudar a los demás. Veía gente que se quedaba sin el trabajo de toda la vida. Así que me dediqué a capacitar. El primer alumno fue Adrián. Así como lo ven, acaba de llegar de Cancún. Él los va a ayudar con el trabajo de campo”. Jimmy Carter sonrió de costado y se acomodó el flequillo lacio clavo. Todos asentimos en silencio mientras nos repartieron unas carpetas de tapa transparente con unas fotocopias. “Nosotros vendemos desde un clavo hasta un automóvil. Ustedes van a empezar con coberturas odontológicas, que es como el pan y los ataúdes: no hay ser vivo que no las necesite”. Cuando terminó de festejar su chiste, Jimmy ya nos estaba empujando a la puerta. “La primera cuota es para ustedes, el resto las cobramos nosotros”, sentenció. La cita era al otro día, en la plaza Jerónimo del Barco. 8 de la mañana estábamos todos y Jimmy nos hizo bajar hasta el cementerio San Jerónimo,  luego repartió las cuadras y nos dijo que nos encontrábamos a las 12. No vendí nada. Con suerte algún viejito medio sordo me atendió por la ventana. La mayoría te echaba sin abrir la puerta apenas sabía lo que vendíamos. A las 12 supimos que una sola chica había vendido una. El resto, nada. Adrián llegó media hora después, secándose la traspiración de la frente colorada con la manga del saco gris, barato. “¿Cómo te fue, vendiste algo?”, le preguntó un flaco de pelo largo. Jimmy escupió a un costado “dos”. No volví más, porque conseguí otra cosa. Me estuvo llamando durante meses diciendo que me acercara a devolver la carpeta, que me iba a demandar.

Años más tarde, otra entrevista. Éramos dos, una chica y yo. El tipo representaba una empresa que vendía textos educativos en colegios. Delgado y menudo, detrás del escritorio tenía el mismo porte que Norberto Díaz cuando hacía de empresario con serias dificultades: “Yo empecé de muy abajo. Me fui de casa a los 14 años, cansado de los golpes de mi padre y del alcoholismo de mi madre. Anduve de aquí para allá y las malas juntas me llevaron por el camino de las drogas. Yo aspiraba pegamento y fumaba marihuana. Dormía en las plazas y hubiera seguido así de no ser porque Jesús abrió mi corazón a una nueva vida. Y el Señor me dio un puesto copado. Entonces yo me ocupo de seleccionar quiénes serán los vendedores encargados de visitar los colegios, de hacer llegar nuestro material a los docentes y alumnos. Van a empezar a prueba, con una serie de entrevistas. Si logran pasar esa instancia, empezarán a vender. Se les pagará una comisión del 5% de cada libro vendido y si logran sostener una cantidad de ventas más o menos constante, al cumplir los seis meses pasarán a cobrar, además, un sueldo fijo. No cubrimos viáticos ni gastos de transporte. Y el material se los entregaremos después de una inversión inicial al precio de costo. Yo empecé así y ahora estoy coordinando más de cuarenta células de cinco personas cada una”.

En otra ocasión, tomó forma de un chef delgado que aplastaba un cigarrillo tras otro en un cenicero cerca de mí mientras decía: “Con tu experiencia, podés trabajar de bachero. El primer mes es a prueba. No te pagamos hasta que quedes fijo, pero podés comer el menú del día cuando termines tu turno. Yo también fui bachero. Ahora soy encargado de RRHH”.


Volvemos a encontrarnos cada tanto. Suele presentarse periódicamente, aggiornando su disfraz según mis actividades, intereses y necesidades del momento. Igual que las enfermedades infantiles, es mejor padecerlo a edad temprana que de adulto. Lo saludo de forma esquiva y cortés, como se haría con un ex amigo o un viejo enemigo. Luego cruzo de vereda. 

Publicado en Hoy Día Córdoba, el 28 de Marzo de 2017

Hay un escritor que vive

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Una lectura sobre El negro corazón del crimen, la novela de Marcelo Figueras que narra el proceso de escritura de Operación Masacre. Por Cezary Novek.

El hombre –que en la novela es identificado como Erre– es un periodista freelance que colabora con diferentes medios de escasa tirada. Ha ganado un premio municipal por un volumen de cuentos y se espera de él que escriba una novela. Mientras tanto, realiza traducciones y juega al ajedrez en bares. Tiene esposa y dos hijas pequeñas. Un día escucha una frase que le cambiará la vida: “Hay un fusilado que vive”.
            
           Aunque se considere a Truman Capote el creador del género New Journalism o Non fiction, cabe mencionar que Rodolfo Walsh se adelantó en casi una década. A sangre fría–que reconstruye el minuto a minuto de una masacre en una localidad rural de EEUU– fue publicada en enero de 1966. Operación masacre–que investiga los fusilamientos de militantes peronistas llevados a cabo por La Libertadora en los basurales de José León Suárez el 9 de junio de 1956– salió en 1957 y fue completándose en sucesivas ediciones. El libro utiliza una gran variedad de recursos narrativos y periodísticos que convierten al conjunto no en un informe sino en una especie de novela anfibia, a mitad de camino entre el periodismo y la literatura.
            
          En su novela El negro corazón del crimen (Alfaguara, 2017), Marcelo Figueras narra el proceso de transformación de Rodolfo Walsh, que empieza siendo un intelectual amante del policial inglés para terminar convertido en un hombre de acción que desde la clandestinidad –el revolver sobre el escritorio, junto a la máquina de escribir– denuncia lo que los grandes medios omiten: los abusos de poder, la corrupción, los asesinatos, la injusticia. Durante la investigación, tiene un romance con la periodista Enriqueta Muñiz (1934-2013), personaje de la vida real que en el libro tiene el rol de testigo privilegiado de esa metamorfosis. Ella lo juzga como un hombre a medio fraguar, y lo acompaña en ese viaje iniciático del que volverá convertido en el hombre que hizo historia.
          
          Apoyada en una rigurosa investigación de los hechos reales, el libro de Figueras se puede leer como una novela policial pero también como un texto que indaga en las problemáticas del oficio, en el cómo escribir. Este es uno de los aspectos más ricos de la historia: cómo el autor imagina a Walsh corrigiendo, reescribiendo, buscando un título durante días, discutiendo con su compañera y con el editor cómo seguir. La historia de los fusilamientos, por otro lado, es vuelta a contar como subtrama, lo que convierte al libro en una suerte de reescritura/homenaje de Operación Masacre, pero sin intenciones de convertirse en cover.
        
           El epílogo ya es conocido. Veinte años después, Walsh se oculta bajo la identidad de un profesor jubilado mientras escribe la célebre Carta abierta de un escritor a la Junta Militar un balance del primer año del gobierno de facto (“donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”), un documento lúcido y certero, que analizaba datos que sólo serían de público conocimiento muchos años más tarde; un texto que trascendió la coyuntura histórica del momento para convertirse en clásico vivo y en un modelo de periodismo de denuncia. Su hija mayor acaba de quitarse la vida durante un asedio de las fuerzas armadas. La cúpula de la organización de la cual forma parte lo ha dejado solo, en parte por no aceptar sus críticas a la conducción, en parte porque el grueso de la militancia ya ha sido diezmada por los militares y sólo quedan dos opciones: el exilio o la muerte. A diferencia de sus superiores, Walsh decide quedarse y hacer lo único que lo hacía sentirse vivo: denunciar, luchar, escribir “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí­ hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”.  Las últimas horas de Rodolfo Walsh son uno de los momentos más atrapantes y logrados del libro, con un pulso y una adrenalina que no dan respiro.

Cuarenta años después de su muerte, Walsh es un autor ineludible, con una producción textual viva, palpitante. El negro corazón del crimen, por su parte, cumple la triple función de ser un valioso complemento, una excelente novela-homenaje y una atractiva introducción a la obra de uno de los periodistas y escritores argentinos más importantes del siglo XX.

Sobre el autor

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962). Escribió las novelas El muchacho peronista (1992; Alfaguara, 2016), El espía del tiempo (Alfaguara, 2002), Kamchatka (Alfaguara, 2003), La batalla del calentamiento (Alfaguara, 2007), Aquarium (2009) yEl rey de los espinos(Suma de Letras, 2014). Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano, holandés, polaco, hebreo, ruso y otros. Como periodista, entrevistó a Woody Allen, Paul McCartney, Arthur Miller, Madonna, Mick Jagger, Martin Scorsese y otras personalidades, además de cubrir la segunda intifada entre Israel y Palestina para la revista españolaPlaneta Humano. Escribió junto a Marcelo Piñeyro los guiones de Plata quemada (Premio Goya a la mejor película de habla hispana, elegida por L. A. Times como uno de los diez mejores filmes del año) y La viuda de los jueves. También es autor de los guiones de Kamchatka(mejor guión del Festival de La Habana y película seleccionada para representar a la Argentina en los Oscar) y Rosario Tijeras. 

Publicado en Marcha Noticias, el 3 de Abril de 2017.



TRÓPICO DE PISCIS- Un recuerdo familiar

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por Cezary Novek
Especial para HDC


En la foto se ve el cajón atravesando la imagen en diagonal, apoyado sobre dos sillas, en un patio. Mi mamá se pone los lentes y acerca la foto. A la derecha del cajón, un hombre de bigote y una mujer de pañuelo negro se tocan la barbilla con gesto pensativo. “Son la hija mayor y su marido, un búlgaro. No lo quería nadie. Se le insinuó a mi mamá, a mi prima, a su propia nieta y –seguro– a su hija”. Señala una nena rubia con un bizcocho en la mano, junto a ellos. “Esa soy yo con mi mamá. No se la ve bien pero estoy segura. Ella jamás se quería sentar al lado de su cuñado”. “El que está parado, flaquito y de bigote es el medio hermano de mi papá. Había nacido en Europa y su madre murió de un infarto cuando él no había cumplido los dos años. Mi papá se avergonzaba un poco de él porque era cleptómano. Yo creo que le faltó amor”. Pasea el dedo por el hombre cruzado de brazos al fondo y las tres mujeres a su lado. Dos de ellas tienen pañuelo negro. La tercera, uno blanco. La de la izquierda se rasca la cabeza. Me dice que son unos primos, que estaba emparentada a ellos por ambos lados. Luego señala al hombre de saco, cuya postura con las manos cruzadas sobre el pecho sugiere una tristeza infinita.

“Mi abuelo de crianza. Se vino de Polonia porque parece que debía una muerte”, comenta levantando las cejas y suspirando. “Le gustaba contar historias sobre cuando era joven y viajaba como polizón en los trenes. Tocaba el acordeón, usaba bigote finito y lentes redondos. Era muy alegre”. Dice que estuvo todo el día junto al cajón y a cada rato susurraba: “yo la quería a la porquería esta”. Se habían conocido en Sáenz Peña, compartiendo pensión. Ella tenía dos hijas de su primer marido –de quien acababa de huir– y estaba embarazada de un varón que luego sería anotado con el apellido polaco. “Siempre decía que la volvería a elegir así hubiera venido con siete hijos más”. Él acababa de llegar de Europa. Tuvieron una hija y un hijo más. Nunca se casaron. Él moriría dos años después, de un problema de pulmón, secuela de una puñalada que le dio años antes un peón con el que había discutido. Poco antes de morir, fue al bosque y taló un árbol. Trabajó la madera hasta convertirla en una cuna. Había hecho una para el mayor de cada nieto de su familia.  

“El que está agachado, besando el cajón, es el hijo menor. Mi abuelo decía que iba a sufrir en la vida porque su madre lo había mimado demasiado: le lavaba la ropa y lo dejaba dormir hasta tarde”. Poco después se casaría y tendría tres hijos. Le gustaba tanto la música como detestaba las tareas agrícolas. Con los años se fue empobreciendo hasta que tuvo que vender el instrumento. La mujer y los hijos se fueron. Después de ocho salió  de su casa, compró una cerveza y la tomó mientras escribía una carta. Luego se sentó y puso una escopeta contra su pecho. Con el pie accionó el gatillo y se disparó en el corazón.
            El chico de pelo revuelto que está detrás de él es el hijo del búlgaro. “Otra porquería de persona, que tenía costumbres parecidas a las de su padre”. Uno de los futuros médicos de la familia.  Murió lentamente de Parkinson.
           
A la derecha, de perfil, un hombre de bigote y jopo. “Era hijo de españoles. Después de que una novia de juventud lo dejó plantado en el altar, se dedicó a tomar”. Es el marido de la hija menor. Con los años, formarían una exitosa sociedad comercial al frente de una pastelería y panificadora. Adoptarán una nena a la que dejarán huérfana a los 16 años, después de sus respectivos decesos ataques cardíacos apenas cumplidos los 50.
           
En el extremo izquierdo, el hijo mayor. “Conoció al amor de su vida en una parada de colectivo, una semana antes de casarse. Él ya había dado su palabra…”. Cuando ya tenía 62, discutió con un vecino que tenía quiosco. Se sacó la camisa y lo invitó a pelear. El otro no aceptó. Volvió a la casa enojado y discutió con la mujer. Agarró una bicicleta y se fue. Veinte días después, una partida de rastreo lo encontraría en un descampado cerca del cementerio, sentado bajo un árbol. Estaba bañado, peinado y bien vestido. La autopsia confirmaría un ataque al corazón. La imaginación de sus vecinos presentarían la escena del ataque como un cuarto de hotel transitorio, en brazos de una querida. “La nena de vestido floreado es la hija. Le puso el mismo nombre que tenía la mujer de la parada, a quien nunca pudo olvidar”.

La persona dentro del cajón se llamaba Ana Havram. Había nacido 58 años atrás en Padina Banat, Serbia. “Estaba de novia con un muchacho del pueblo, muy enamorada.Al muchacho le tocó hacer el servicio militar, que entonces duraba cuatro años. La comprometieron con otro”. Tuvo que bordarle un pañuelo a su prometido, que era la costumbre. Cuando el novio original se enteró, volvió al cuartel hecho una furia. Al primer llamado de atención se puso rebeló. Murió a causa de la paliza que le dieron. “Ella contaba que el día que se casó escuchaba las campanas de la iglesia y deseaba morir”. El marido resultó un hombre violento. “Mucho más que lo que se consideraba normal entre esa gente y en esa época. Pero ella tenía carácter y terminó abandonándolo durante el tercer embarazo, después de que él la atara contra un árbol y le diera azotes en la espalda con una vara de catalpa”.

“Ella murió el 25 de febrero de 1965. La foto debe ser al día siguiente. Viajó a Puiggari, Entre Ríos, a operarse de la columna. Cuando se estaba recuperando le dio muerte súbita. La trajeron en avión a Sáenz Peña y mi papá la tuvo que llevar a La Tigra en su camión Ford 8. La velamos en el patio de su casa. Vino el panfarar y dio el culto según el rito luterano. Después la cargaron de nuevo en el camión de mi papá. Ataron unos fardos de algodón alrededor del féretro para que pudieran ir sentados los más cercanos”. Mi mamá se queda mirando la foto un rato largo. Después se frota la sien. “Ese día conocí la tristeza. Yo la quería mucho. Mi mamá me retó varias veces, porque decía que lloraba demasiado. Yo tenía diez años entonces”.

Publicado en Hoy Día Córdoba, el 04 de Abril de 2017.



TRÓPICO DE PISCIS- El hombre que charla

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por Cezary Novek
Especial para HDC


“Es un lindo día, a pesar de la humedad ¿No?”. El hombre tiene ojos grises como un cielo nublado. Anda por los setenta y algo. Tiene la cara redonda, es alto y según el ángulo desde el que se lo mire, parece un niño o un anciano. Debo reunirme con un colega en El club de la milanesa. Como llego una hora antes y no estoy seguro si nos quedaremos ahí, prefiero esperar en la plazoleta que atraviesa la avenida Chacabuco a lo largo. Me siento en un banco y empiezo a leer. A los diez minutos aparece, pidiendo permiso para sentarse conmigo. Le sonrío y le hago un lugar antes de volver a mi lectura.
           
            Nada más errado para hacer tiempo que un libro aburrido o complejo.“¿Qué estás leyendo?” Me vuelve a interrumpir. Sí, hay algo más errado: un libro llamativo. Lo que estoy leyendo no importa pero tiene ilustraciones en blanco y negro, acompañadas de una partitura que aparece cada tres páginas. Tengo ganas de escribir un artículo sobre ese libro. Explicarle de qué trata implica también explicarle el por qué me castigo con un texto tan árido a esa hora y qué es lo que hago, dónde, cuándo, cómo. Justo lo que uno quiere evitar cada vez que se detiene en cualquier lugar público o zona de paso. “Un apunte de la facultad”, miento aunque hace mucho que dejé de parecer estudiante.

            “Mis dos hijos estudian”. Dice, y me quedo mirándolo por cortesía, esperando que agregue algo antes de clausurar la conversación. Pero no dice nada. Se queda pensativo, luego sonríe y aprovecha que le estoy prestando atención para preguntarme qué estudio yo. “Historia”, miento de nuevo, pensando que fue un error, ya que eso lo habilitaría a desplegar una cantidad infinita de temas. Pero me equivoco. El hombre no hablará una sola palabra sobre el tema.

            “Están lindos estos bancos, ¿viste?”. Asiento, sin saber qué decir. “Yo vengo siempre por acá”. Mira al infinito y retoma: “A veces voy a la plaza San Martín, otras al Parque Sarmiento. Son lugares mucho más bonitos, sí. Pero la gente está apurada o haciendo alguna actividad. En cambio acá, la gente siempre está esperando”, dice en lo que yo supongo una obvia referencia a la veintena de personas que se amontona en una de las paradas de colectivo.“Y no me refiero a las paradas, sino a estos bancos. La gente que se sienta acá siempre espera otra cosa, no sé.”. Consulto la hora en el celular, quedan como cuarenta minutos para mi reunión.

            Resignado, pregunto yo: “¿Y usted, a qué se dedica?”. Deja pasar una enternidad de tiempo y responde: “A nada. Soy jubilado”. “Bueno, algún interés debe tener”, digo. “Me gusta caminar por el centro, sentarme, charlar con la gente. En la pensión en la que vivo tengo un compañero de pieza, pero es muy callado. Así que vengo por acá”. “¿Y sus hijos?”. Mueve la cabeza a ambos lados, cerrando esa vía, como diciéndome que siga participando.
           
            No se me ocurre nada. “No hay mucha gente con la que charlar últimamente”, dice. “¿No?”. “No. Todos están con el celular. Si se dan cuenta que no estás con el celular, te miran raro, como si fueras un degenerado”, se lamenta. “Hay gente que no tiene celular también”, le digo en un intento de consuelo. “Sí. Viejos como yo. Somos pocos y nos conocemos mucho. Ya no tenemos nada que contarnos”. Y sonríe como festejando que me señaló algo que yo debería saber.

Me quedo pensando en varios ejemplares al estilo que supe cruzarme: el viejo de bigote blanco que se sienta en Plaza San Martín, me agarró una tarde de 2005 para contarme su pasado de marinero y luego darme cátedra sobre mujeres. 2002, el del Paseo de las Artes, que rara vez se sentaba pero una vez que le respondía el saludo te podía tener hasta la medianoche hablándote de minerales y de películas. Está el que es pedante y se jacta de las aventuras que vivió, las mujeres que tuvo y el dinero que malgastó; no importa su miseria actual, él siempre tuvo una existencia que su interlocutor de turno jamás podrá siquiera vislumbrar. Lo vi por primera vez en 2003 y aún me lo cruzo. Debe tener novecientos años. También están los gregarios, que una vez agotados los temas se mantienen agrupados en torno al ajedrez, siempre al aire libre. Hay otros que hasta tienen local propio, que suele ser librería de saldos o casa de reparación de TV y electrodomésticos; entrar en esos locales equivale a caer en una telaraña de anécdotas y sermones de los que es prácticamente imposible escapar hasta que entre un relevo, cosa que rara vez sucede. Son depredadores inofensivos, que mantienen la guardia alta, acechando al transeúnte para alimentarse de retazos de su tiempo. Como vampiros bonachones o abstractos salteadores de caminos. En tiempos en los que ni siquiera se aparta tiempo para conversar con la pareja o los amigos, los charladores son una especie en camino a la extinción total.

Como si pudiera leerme la mente, el hombre me mira asintiendo lentamente y con una sonrisa. Luego señala mi lugar en el banco. “No importa cuán apurada ande la gente. Siempre hay alguien que se sienta, m’hijo. Hay que saber esperar”. Miro el celular, ya es hora de irme. Incluso, estoy a dos minutos de llegar tarde. Le doy la mano y le pregunto si también le da de comer a las palomas. “No me gustan las palomas, son un asco”. No sé qué decirle, pero el tiempo sigue corriendo. Me siento ridículo y apuro el paso. Ya estoy llegando definitivamente tarde. Cuando me doy vuelta a mirarlo, media cuadra más adelante, el hombre que charla sigue ahí. Sonriendo. Esperando.

Publicado en Hoy Día Córdoba, el 11 de Abril de 2017 










Profeta de sí mismo

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Una lectura sobre El águila ha llegado (Nudista, 2016), segunda novela de Bob Chow. Por Cezary Novek.

El águila ha llegado es el título de una película de John Sturges, de 1976, con Michael Caine, Robert Duvall y Donald Sutherland. También da nombre a una de las novelas más originales e interesantes de los últimos años. Bob Chow es un autor que no pasa inadvertido. Mucho menos después de haber lanzado tres novelas casi en simultáneo a lo largo de un año: El águila ha llegado, La máquina de rezar (Marciana, 2016) y Todos contra todos y cada uno contra sí mismo (La Bestia Equilátera, 2016). Esta última, además, ganó el premio La Bestia Equilátera 2015.

De profesión traductor, Aivars Holms (a.k.a. Bob Chow) nació en 1963 y se ha nutrido de muchísimas experiencias a lo largo de su vida. Fue tenista, mochilero, antena de la secta Rahma, bloggero, músico, performer. Hasta que en 2014 que debuta como novelista con El momento de debilidad (Nudista).

A diferencia de su primera novela, El águila ha llegado es algo más lineal y equilibra mejor los elementos de la trama bizarra con una estructura más simple. Gustavo Gerber es un músico que ha caído en coma. Solange Segula es una chica que se prestó para experimentos con sustancias y tiene la habilidad de caer en ataques epilépticos que le provocan una suerte de trance que le permite acceder a la isla desierta en la que habita la conciencia de Gerber, que permanece meditando y comiendo hormigas. Ella toma nota de las nuevas composiciones del músico y las transcribe una vez que despierta. Planea grabar un álbum para que Gerber pueda tocarlo en vivo cuando se despierte. Por otra parte, su psicóloga, Penélope Nea Royce, junto con el Dr. Nolan, le piden a Solange que escriba un diario con sus visiones. Resultado de esto, surge una trama paralela aún más desmesurada que la anterior, que incluye conspiraciones de chinos que planean colonizar Marte, el caso de un asesino serial que viaja en el tiempo y un misterioso ideograma con varias interpretaciones: El asesino ha llegado, El futuro ha llegado, El águila ha llegado. En el medio de todo, un médico de la peste se pasea entre los personajes con intenciones no muy claras. Las dos tramas permanecen en tensión a lo largo de todo el libro, en pugna por ver cuál devora a cuál. Hay teorías científicas, vestigios de intervenciones alienígenas, juegos con el lenguaje y mucho pensamiento especulativo en torno al potencial de las redes. El disco que compone Solange según sus conexiones con Gerber se llama “El verdadero camino hacia el aeropuerto”. El libro incluye dicho disco en formato CD, que es en realidad un disco de Bob Chow. En las presentaciones en vivo, el autor se caracteriza como el médico de la peste, el águila y el cantautor, convirtiéndose de esta manera en una suerte de profeta o chamán de su propio mundo imaginario.

El águila ha llegado es una novela que juega con la realidad en diferentes capas, logrando que el lector termine creyendo y habitando la que más le atraiga. Las novelas de Bob Chow pueden gustar o no, pero en cualquiera de los dos casos no habrá medias tintas. Flor de un día para algunos, emisario del futuro para otros, la propuesta de Bob Chow sigue en construcción, erigiéndose como una de las obras más interesantes y prometedoras de la década en curso.

Publicada en Marcha Noticias, el 17 de Abril de 2017 

Por qué leer a Matías Bragagnolo

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Autor de dos novelas ultraviolentas que combinan una rara erudición sobre el lado oscuro de la cultura pop con una escritura desmesurada y sórdida, Bragagnolo propone una literatura extrema y original como pocas en el panorama nacional.

En todas las épocas hay autores que dedican su obra a especular sobre posibles devenires de las costumbres, modas, dispositivos tecnológicos o procesos sociales actuales. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Es el caso de la narrativa de Bragagnolo, que se podría emparentar con Burroughs y Ballard en su capacidad visionaria, pero también con Laiseca por su barroquismo en la manera de amontonar situaciones y castigos grotescos página tras página.

Petite Mortse puede leer como una novela policial negra, pero también como un tratado sobre el cine snuff, una completa historia de la pornografía y un manual de perversiones. La historia concluye con un impresionante epílogo admonitorio que retrata un pesadillesco futuro muy próximo. Deudor del Lamborghini de El niño proletario y del Sade de las 120 Jornadas, Bragagnolo persigue la quintaesencia del espanto mientras experimenta lúdicamente con las perversiones abstractas de las instituciones, del sexo y del espíritu.

Situadaen otro tiempo y espacio, El brujo enlaza directamente con el final distópico del libro anterior. El infierno según Bragagnolo es aquí y ahora, tiene forma de cárcel de máxima seguridad y funciona como una versión futurista de “El jardín de las delicias” de El Bosco montado sobre la arquitectura de los aguafuertes de Piranesi. Todo es opresivo, oscuro y corrupto a nivel molecular. Al igual que en Petite Mort, no hay personajes buenos ni malos, sino depravados y aún más depravados.

Con calculada y visceral desprolijidad, en ambos libros se juega con las hibridaciones formales: Petite Mort alterna la narración tradicional en primera y tercera persona con el guión, el ensayo y la monografía. El brujo arranca como un informe técnico institucional con la historia de un presidio modelo para luego presentar elementos sueltos de ese ecosistema: la droga, los castigos, el director, el personal carcelario, las pandillas. El personaje al que alude el título recién aparece pasada la mitad del libro y es apenas un vehículo, heraldo de un espanto aún mayor que todas las atrocidades que le preceden.

Nacido en 1980 y abogado de profesión, Bragagnolo fue finalista de los concursos Laura Palmer no ha muerto (Gárgola, 2010) y Extremo Negro- Ban! (2013) con Petite Mort que, –al igual que su segunda novela, El brujo– fue publicada por la editorial Extremo Negro. Actualmente, se encuentra trabajando en una saga de cinco volúmenes que toma como base la secta Los niños de Dios y la polémica de su paso por la Argentina a comienzo de los años ’90.


Publicado en La Voz del Interior, el 16 de abril de 2017 

Hasta que el oxígeno se acabe

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Una lectura sobre Memoria de lo posible, primer libro de relatos de Angie Pagnotta. Por Cezary Novek.

Memoria de lo posible es un grupo de cuentos breves, fragmentarios, cuya materia prima está constituida por los recuerdos, la especulación sobre finales alternativos y el anhelo de lo que podría haber sido, casi como ucronías personales.

Lo autobiográfico está presente, bajo las máscaras y antifaces de los diferentes personajes que toman el lugar de la voz narradora. Breves, simples y directos, los cuentos de Pagnotta recortan un momento específico: aquel donde todo lo cotidiano y familiar que se supone perdurará empieza a desintegrarse antes que pueda ser fotografiado. Los personajes de los diferentes relatos experimentan momentos de inconsciencia, ensueño, extrañamiento. No quieren, no saben o no pueden enfrentar las adversidades y el desgaste natural de los vínculos humanos; a la manera de los personajes de Murakami, prefieren mirar para otro lado y regodearse en el mono no aware la nostalgia de lo que no se dio. Los lugares por los que se mueven los protagonistas de estos cuentos se confunden con su paisaje interior como una forma de proyección de sus emociones que terminan por envolverlo todo hasta dejarlos al borde de la asfixia.

La melancolía se respira de principio a fin y vuelve entrecortada la respiración de la prosa, llevándola al borde del tropiezo. Por momentos los personajes parecieran deshacerse en sus propias angustias como cera fundida para terminar disueltos en el otro, confundiendo su esencia con la ajena. Memoria de lo posible es un breve paseo por algunos aspectos de las relaciones humanas –especialmente, las de pareja– en el momento en que empiezan a viciarse y a morir. Pagnotta disfruta dibujando una y otra vez ese instante en que el circuito se cierra, todo se loopea y sólo queda respirar el mismo aire usado una y otra vez hasta que el oxígeno se acabe.

Angie Pagnotta

(Godoy Cruz, Mendoza, 1987) Escritora y Periodista. En 2012 fundó Revista Kundra: literatura aleatoria y el portal de Arte y Cultura, Baires Digital. Trabajó en contenidos de Redes Sociales y publicidad para Duro de Domar, TVR, Fútbol para todos, 678 y Diario Registrado, entre otros. Colaboró y colabora en distintos medios de Argentina como Revista El Gran Otro, el suplemento Cultura Registrada, Continuidad de los libros, Diario Femenino, el portal de entrevistas Entrevistar-Te, Solo Tempestad y Revista Kunst. En 2013 obtuvo una mención en Narrativa por su cuento “Alejandra”, otorgado por Guka, revista de la Biblioteca Nacional. Memoria de lo posible (2017, Peces de Ciudad), es su primer libro de cuentos. En febrero de 2017  “Versiones sobre el río”, el relato que abre Memoria de lo posible, fue traducido al portugués por Felipe Buenaventura para FRONTERA, un proyecto que une escritores latinoamericanos alrededor del mundo.


Publicado en Marcha Noticias, el 20 de Abril de 2017.

TRÓPICO DE PISCIS- Los amigos de Mr. Carlos

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por Cezary Novek
Especial para HDC


El ingreso por trabajar medio día en un call center no era suficiente y le pedí a un amigo que hablara con Carlos, el dueño de la pizzería temática en la que trabajaba. Mi amigo se volvía a vivir a su ciudad de origen y yo podría reemplazarlo durante la mitad del día que me quedaba libre.

            “Mirá que pago poco”, fue lo primero que me dijo Carlos cuando me presenté. Le dije que no importaba, que me gustaba el lugar y mantener la cabeza ocupada. Carlos estaba casado con una coreana que solía pasar muy cada tanto a comer en el local. Una de las mujeres más hostiles que conocería en mi vida. Ana, la encargada y amante de Carlos, fue la que se ocupó de presentarme a Pepe y Edu. Edu era el pizzero, se ocupaba de amasar y hornear. Tenía cara de malo pero estaba todo el tiempo ocupado, así que rara vez pudimos interactuar. Pepe andaba por los 70 años y podría haber interpretado a Gandhi en una biopic. Era el jefe de cocina. Me advirtió que el secreto de todo era en pelar rápido las papas. “Carlos no te va a dar pelapapas ni guantes. Mejor si aprendés a hacerlo con un tramontina”. El primer día pelé diez kilos. Superada la prueba, sólo tenía que hacer café y lomitos de vez en cuando. Porque casi nadie iba a comer a ese lugar.

            Para matar el tiempo, me la pasaba limpiando lo que ya estaba limpio, secando lo que estaba seco y tomando cerveza a escondidas con Pepe. “Carlos paga poco, por eso no le molesta que le robemos una cerveza, café o comida de vez en cuando. Pero que no se entere porque nadie responderá por vos”, me advirtió el viejo. “Igual, tenés que cuidarte de Ana, que es la que mira todo. Carlos sólo mira fútbol”. Y no mentía: el tipo se la pasaba toda la noche sentado mirando partidos por el tele que colgaba de la pared. Excepto la esposa de Carlos y algún grupo de extranjeros que habían extraviado el recorrido, nadie entraba en esa pizzería. Pero los viernes se llenaba de gente, porque venían a comer los amigos de Carlos.

            El lugar había funcionado como club recreativo para hombres durante las décadas anteriores. En el salón del fondo, por lo general cerrado, aún había mesa de billar, sapo, dados, naipes, bochas, reglamentos varios. Algunos elementos se exhibían en vitrinas. Estaba sobre una avenida de Nueva Córdoba y tenía trofeos fechados en las décadas del ’70 y ’80. El edificio era antiguo, de techos altos y estaba decorado con memorabilia deportiva. Durante la semana, el horario de salida era entre las 1 y las 2 de la mañana. Pero los viernes se prolongaba hasta las 5:30 del día siguiente. A las 21 empezaban a caer de a cuentagotas los amigos de Carlos. Parecían villanos de Dick Tracy. Uno usaba sombrero de ala. Había otro que era precedido en media hora por el vaho a colonia de bebé. Había un gordo enorme, un flaco consumido, otro con cara de momia. Todos daban miedo.

            Un viejo conocido me dijo que Carlos era oriundo de tal barrio y le decían de tal manera. Quise hacerme el chistoso y lo llamé por el apodo un día. Me tomó de la garganta y me apretó contra la pared. “¿Quién te dijo que me decían así?”, gruñó entre dientes. No me soltó hasta que inventé que era algo que había escuchado a uno de los amigos suyos, uno que hablaba fuerte, detrás de la puerta del salón trasero. “Ni se te ocurra pisar ahí”, me dijo dándome una palmadita en la cara antes de agregar: “Menos averigua Dios y perdona”. Luego me guiñó un ojo y me mandó de regreso a la cocina.

            Los viernes cocinábamos como si no hubiera un mañana. Los lomitos y las pizzas salían de a cinco por vuelta, como si hubiera un campamento de refugiados en el salón trasero. Se jugaban sumas fuertes. Una vez uno de los comensales perdió una propiedad, herencia de la mujer, en una mano de póker. Usaban fichas de casino, pero una vez alcancé a ver los fajos que se apilaban en la mesa. Estaban retirándose y era el momento de cambiar el dinero de mentira por el verdadero. No se veía bien que un jugador se fuera temprano. El código no escrito decía que había que jugar hasta que muera la noche y se salía con lo que se salía.

            Siempre sonriente, cómodo en su lugar de poder y peligrosidad, Carlos solía mostrarse de buen humor incluso cuando estaba enojado. Como la vez que se metió una paloma que revoloteaba por la parte delantera y se chocaba una y otra vez contra el techo de chapa. Harto, Carlos sacó un rifle de aire comprimido y le disparó hasta bajarla. Siempre sonriente.

Pero una vez lo vi llorar: el 25 de febrero de 2005, cuando el televisor anunció que Pappo había muerto en un accidente de moto. Esa noche cerró el negocio, destapó varias cervezas y nos retuvo a todos en sucesivos brindis “a la memoria del Carpo”.

Nunca supe que fuera tan fanático de Pappo, pero no volvió a abrir las mesas de juego desde entonces y tampoco se supo más de sus amigos. Perdió interés en el negocio y rara vez venía desde entonces.  Aprovechando esto, la curiosidad pudo más y le pregunté a Pepe dónde estaban los amigos de Carlos. “En Tribunales, ¿dónde van a estar?”. Pero no quiso decirme por qué dejaron de venir. Tampoco quiso seguir hablando.

       Tiempo después, mi amigo autoexiliado regresó a Córdoba y a la pizzería. Coincidimos un par de noches hasta que yo conseguí un trabajo mejor. Quedó el solo durante un par de meses hasta que Carlos lo despidió porque no había mucho movimiento en el negocio. Cuando le preguntó por una indemnización, Carlos se le rió en la cara y le dio un pack con postrecitos.

      
      Tiempo después tenía que ir cerca de donde estaba su local. Pensé en saludarlo. Pero en el lugar sólo había un montón de escombros cercados por una chapa con un cartel amarillo que decía: “Brasca demoliciones”. 

Publicado en Hoy Día Córdoba, el 25 de Abril de 2017

La arcilla de los años.

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Una lectura sobre Mil surcos, segunda parte de la tetralogía de novelas de Martín Cristal. Por Cezary Novek.

Mil surcos es parte de una tetralogía, aún sin título, cuyo eje es el tiempo narrativo. Las historias son autónomas y se pueden leer de manera independiente. Las dos novelas publicadas hasta el momento, Las ostras y Mil surcos, tienen como elementos el agua y la tierra, respectivamente. Las otras dos, aún en proceso, son el fuego y el aire. Cada elemento simboliza un estadio de la existencia humana y una manera de percibir el tiempo. El agua es el otoño, el tiempo reciente; la tierra, el tiempo ancestral, la vejez; el fuego es el futuro incierto; el aire es el presente.

En el caso de Mil surcos, la trama se desarrolla a través de múltiples historias de familias que se van entrecruzando por diferentes escenarios y momentos (Rusia, 1918; Córdoba, 2004; Perú, 1941 y Córdoba, 1945) hasta confluir en la Córdoba del siglo XXI.La contextualización histórica, el trabajo de voces, la idiosincrasia de los personajes según su origen, todo está meticulosamente elaborado de manera tal que la novela es verosímil sin agobiar con datos, cosa que se agradece. La arquitectura es compleja pero las terminaciones son sencillas, en esa simplicidad que da vida a los personajes, radica la belleza de la novela. La sensibilidad aparece de forma elíptica, está implícita en la belleza de la prosa, en la precisión quirúrgica del lenguaje, una escritura perfecta no necesita caer en lugares comunes.

En Las ostras, Cristal intercala entre capítulos citas de un extraño libro de biología marina del siglo XIX llamado Los misterios del mar, de Manuela Aranda y San Juan. En Mil surcos, el recurso de los separadores (con las correspondencias que disparan) está dado a partir de unos dibujos sobrios y sugerentes, de mano del mismo autor.  

Este tipo de historias corales, que se recuestan sobre más de dos generaciones, tienen cierto dejo a cine europeo y es imposible no pensar en la película Los unos y los otros (Lelouch, 1981) así como también en libros afines –más allá del género o lenguaje utilizado– a las temáticas del origen y la memoria de lo ancestral como Maus, de Art Spiegelman; Entonces el libro, de Alex Appella; Inochi wa takara, de Ariel Bermani.

A diferencia de Las ostras, que tiene cierta deliberada frialdad, Mil surcoses una novela de emociones contenidas pero presentes en cada página. La nostalgia por el desarraigo y el traslado, la dispersión, la entropía familiar dejan una carga emotiva, silenciosa como la radiación, que se extiende de generación en generación como una herencia genética.  

Martín Cristal (Argentina, 1972) es narrador. Su novela Las ostras obtuvo el Premio “Alberto Burnichón” al libro mejor editado en Córdoba en el período 2011-2012. Con esta novela inició una “tetralogía elemental”, cuya siguiente entrega fue Mil surcos (2014; mención del Fondo Nacional de las Artes). Actualmente escribe la continuación de ese proyecto.
Antes publicó dos novelas: en México —donde vivió cinco años—, Bares vacíos (2001; reeditada en Nueva York en 2012); y ya de vuelta en su Córdoba natal, La casa del admirador (2007; reeditada en México DF en 2011).
Entre sus libros de cuentos —que exploran tanto el realismo como los géneros, en especial el fantástico— se destacan Manual de evasiones imposibles (México, 2002; Premio Iberoamericano de Cuento) yMapamundi (2005; mención en el Premio Municipal de Literatura, Córdoba). Para niños, ha escrito El árbol de papafritas (Buenos Aires, 2007).
Publicó artículos y relatos en medios gráficos como La VozDiccionario, Ciudad XUmbrales o Deodoro (Córdoba); Acción (BuenosAires); LaTempestadOrigina,       Nostromo o Playboy (México), entre otros. Participó en el sitio literario El lince miope, y también en la revista de géneros Palp.
En su blog El pez volador compila sus apuntes sobre narrativa, infografías literarias y comentarios sobre lecturas diversas; entre estos últimos se cuentan sus recomendaciones de libros para el suplemento “Ciudad X” de La Voz. En ese mismo diario colabora mensualmente en la sección “Días contados”, con relatos basados en la vida cotidiana.
Mil surcos (2014)
Autor: Martín Cristal
Editorial: Caballo Negro
Género: Novela


Publicada en Solo Tempestad, el 26 de Abril de 2017 




Zdzisław Beksiński, el explorador de las tinieblas

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por Cezary Novek
El 21 de febrero de 2005, un hombre de 75 años fue encontrado muerto en su casa con 17 puñaladas en su cuerpo. Poco después, dos adolescentes fueron detenidos y juzgados. Robert Kupiec, el hijo del ordenanza del edificio, recibió una pena de 25 años de prisión. Lukasz, su cómplice, recibió 5. Tiempo antes, el anciano se había negado a prestarle unos zlotys a Kupiec.
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El hombre en cuestión se llamaba Zdzisław Beksiński, nacido en Sanok, Polonia, el 24 de febrero de 1929. Había estudiado ingeniería arquitectónica en Cracovia para luego hacer un máster en Ciencias Técnicas y volver a Sanok en 1955. Durante esa década trabajó para Autosan, diseñando carcasas de minibuses y diferentes vehículos. Por ese entonces, empezó a incursionar en la fotografía, la escultura, el fotomontaje y la pintura. Sus temas recurrentes eran el metal retorcido, los retratos sin rostro, los paisajes desolados y postapocalípticos. Con el tiempo, se fue volcando más a la pintura en acrílico sobre unos paneles de aglomerado que él preparaba. Su formación artística fue totalmente autodidacta, aunque se puede rastrear en su técnica la influencia del enfoque proyectual y exacto de la ingeniería y el diseño industrial.
Sobre el tema de sus cuadros existe una anécdota, hoy imposible de verificar: se dice que en los años ’50 tuvo un accidente con un convoy ferroviario y que estuvo varias semanas en coma. Cuando despertó, dijo haber estado en un lugar espantoso, lleno de enfermedad y muerte, donde criaturas esqueléticas lo perseguían junto con perros infernales. Supuestamente de ese paisaje interior le vendría la inspiración para sus obras. Lo cierto es que jamás le puso título a sus trabajos y evitaba de manera astuta cualquier interpretación posible.
En Youtube hay numerosas entrevistas hechas para la televisión polaca. Se lo puede ver en su estudio, luminoso y ordenado, que podría ser el de un ilustrador infantil. Las paredes cubiertas por cientos de CD’s y casettes. Beksiński era un melómano empedernido que escuchaba entre catorce y dieciséis horas diarias de música. Era la antítesis de su obra: afable, simpático, humilde. Cuando le preguntaban por sus pinturas llevaba la conversación para el tema de las exposiciones, para agradecer a su amigo polaco Piotr Dmochowski, responsable de su reconocimiento internacional: desde que firmaron contrato en 1984, este se dedicó a promocionar sus obras durante muchos años en las capitales de la cultura occidental, especialmente en París. Se deleita hablando de sus compositores favoritos e incluso narra cómo fue que terminó viviendo de la pintura. Menciona a su compatriota Zbigniew Preisner –conocido sobre todo por haber compuesto las bandas sonoras de las películas de Kieslowski– como uno de sus compositores vivos favoritos. La página oficial de Beksiński tiene música original de Preisner en cada una de las secciones. Pero ni una sola palabra sobre el origen o concepto de sus cuadros. Lo más confidencial que dijo fue: “Lo que importa es lo que aparece en tu alma, no lo que ven tus ojos o lo que puedes nombrar”.
En 1979 hizo una selección y quemó más de la mitad de su trabajo hecho hasta el momento. Dijo que eran obras demasiado personales, fallidas o mal acabadas y que por ello no valía la pena conservarlas. Tampoco guardó registro alguno. “Deseo pintar de la misma forma que si estuviese fotografiando los sueños”, dijo para explicar su voluntad de perfección técnica.

DIJO HABER ESTADO EN UN LUGAR ESPANTOSO, LLENO DE ENFERMEDAD Y MUERTE, DONDE CRIATURAS ESQUELÉTICAS LO PERSEGUÍAN JUNTO CON PERROS INFERNALES.

Su primera muestra la realizó en 1964 y fue un éxito: se vendió la totalidad del material expuesto. En esos años y hasta mediados de los ’80 desarrollaría su período fantástico, por el que sería más conocido. A mitad de camino entre el barroco –por el tratamiento del claroscuro y el tenebrismo– y el gótico –por los temas representados–Beksiński exploró al máximo su propio universo de horrores.
Sus lienzos son como la prole de un infinito día nublado. Sólo hay tinieblas y desolación, frialdad y espanto. Hay símbolos que se repiten, como la cruz en forma de T (actualmente hay una “Cruz Beksiński” en su pueblo natal, en una casa museo dedicada a él, y otra en el desierto de Nevada), igual que las criaturas sin rostro o con el rostro vendado, el óxido, la mezcla corrupta entre carne, hueso y metal, los esqueletos y seres deformes que se arrastran bajo cielos de colores imposibles, la soledad infinita de un mundo de acantilados y chatarra. Su estética se puede emparentar con Giger por el tratamiento del volumen y la integración de la carne con el metal; con Kubin, por el despliegue de criaturas horrorosas y la cualidad narrativa de sus composiciones; con Dix, por lo desesperanzador, lo truculento y devastado; y también con la cartelería polaca de la época comunista: personajes frágiles sobre fondos oscuros, la aspereza de la línea recta oprimiendo a la curva, el contraste de colores, la desnudez y el desamparo. Los dibujos son sumamente trabajados. Sabía componer con igual facilidad desde la línea como desde la mancha. En sus últimos años, experimentó con el arte digital y el fotomontaje, buscando plasmar sus pesadillas de forma más nítida. Las pinturas y montajes de ese período tardío se caracterizarían por la austeridad, la síntesis y el minimalismo pero sin perder conexión con el realismo mágico de los trabajos precedentes.
Pese al éxito, Beksiński mantuvo un estilo de vida sencillo hasta el final de sus días. Nunca se interesó por la vida social ni por el circuito del arte. No le gustaba asistir a exposiciones y si podía, evitaba ir a la inauguración de sus propias muestras. Los años previos a su violenta muerte estuvieron ensombrecidos por dos desgracias: en 1998 muere Zofía, su compañera de toda la vida. En la navidad de 1999, su único hijo –el locutor, traductor y periodista musical Tomasz Beksiński, muy conocido en Polonia– se suicida y es el pintor quien encuentra el cuerpo.
Al contrapelo del arte conceptual de nuestro tiempo (Beksiński, después de todo, sigue siendo contemporáneo), donde las obras necesitan un cartel explicativo o toda una instalación alrededor para que justifique lo que no se ve en el objeto, las pinturas de Beksiński hablan por sí mismas. Por más que se lo pueda encasillar fácilmente en el arte fantástico, son obras que trascienden el subgénero porque no se quedan en representar el monstruo: tocan cuerdas interiores del espíritu humano de forma inquietante como el miedo, la soledad, el abismo, la alienación, la decadencia de la materia, el sexo mórbido.
Su técnica es rigurosa, trabajando mucho las texturas y los detalles, sugiriendo todo lo que no vemos por fuera del recorte visual de ese universo. En sus cuadros –siempre de formato cuadrado– predominan las diferentes variaciones del azul, el ocre, las tonalidades terrosas. Cuando se inclina por los colores fríos muestra escenas de soledad y abandono. En las composiciones cálidas por lo general aparecen escenas de destrucción o esterilidad. Algunas de sus pinturas se concentran en los pliegues y texturas de la piel, en cómo ésta se funde con el hueso al convertirse en carroña. El mismo tratamiento le da a los vehículos, casas y otros elementos inorgánicos. Incluso cuando representa paisajes vacíos o materia inerte, parece estar contando una historia: esto pasa, esto pasó, esto es lo que pasará. Al igual que las pinturas negras de Goya o las imágenes nocturnas de Fuseli, en la obra de Beksiński no se ensayan más que preguntas y sugerencias sobre un mundo al que no querríamos entrar pero que existe dentro de nuestras mentes.
Publicado en revista Lembra Nº1, Mayo de 2017

El deleite de los camarones

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Una lectura de La máquina de rezar, de Bob Chow. Por Cezary Novek.

        Ron Tudor es un guionista y dibujante de comics que está en Paris, trabajando en su próxima novela gráfica. Encuentra un artefacto extraño, una máquina de rezar. Por sugerencia de su editor, la enchufa y la máquina comienza a recitar una letanía en su nombre. Conoce a una chica misteriosa que luego le corresponde. Se van a medio oriente a filmar una película experimental bajo las órdenes de Ozon. El director no aparece, las órdenes no llegan de ningún lado. Las bombas caen en todas partes y la máquina sigue rezando. Mientras tanto, Tudor tiene dudas sobre algunos aspectos de su chica que no le cierran. Comienza un comic que desarrolla una realidad paralela, protagonizada por su alter ego, el Ultravisitor. El tiempo pasa y nada pasa mientras la novela se construye frase a frase, engarzando cuestionamientos sobre realidad y representación del mundo con un poder de síntesis altamente twiteable. Aunque por momentos un lector se sentiría tentado de señalar las novelas de Bob Chow como partes de un procedimiento de escritura serial, hay que intentar escribir una novela en donde casi cualquier oración señalada al azar podría ser un slogan, una cita, una remera o el título de una canción. Esa delgada línea donde lo automático y lo genial se encuentran es el territorio que explora La máquina de rezar. Por momentos, la experiencia de lectura se asemeja al efecto hipnótico que provocaba el mirar el ordenamiento automático de clústers mientras se desfragmentaba la PC: la música de su prosa nos sugiere incluso el tono de voz que tendría el artefacto que murmura letanías en Paris mientras el mundo se reordena desde el caos, el sexo, la guerra y el arte. En un momento, Tudor decide desenchufar la máquina y volverse a la Argentina, que termina siendo como volver a ninguna parte. La novela artefacto amplía el universo fundado por Bob Chow dos novelas atrás y nos plantea otras autopistas de sentidos alterados. Se puede encontrar un cosmopolitismo ansioso estimulado por una presencia femenina huidiza, como en El momento de debilidad. Y también hay una historia dentro de la historia como en El águila ha llegado. La apuesta aquí está por el ritmo, la letanía, el mantra: hacia dónde nos transporta la música mientras estamos distraídos siguiendo la trama. Como quien duerme a bordo de un avión hacia algún lado.

Bob Chow

Nació en Buenos Aires en 1963, de padre letón y madre comechingona. En 1996 se recibió de licenciado en psicología en la Universidad de Buenos Aires. Publicó las novelas El Momento de Debilidad (Nudista) y El Águila ha llegado (Nudista), esta última lanzada en simultáneo con el disco El verdadero camino hacia el aeropuerto. Obtuvo el Premio de Novela de La Bestia Equilátera con Todos contra todos y cada uno contra sí mismo.


La máquina de rezar (2016)
Autor: Bob Chow
Editorial: Marciana
Género: Novela

Publicada en Solo Tempestad, el 07 de Mayo de 2017

Un amor celeste metalizado

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Por Cezary Novek
Ángel Maldonado –muy a su pesar, Angie, para los amigos- se dispone a celebrar el vigésimo aniversario junto a su gran amor: el Renault 12 modelo ’79 que cuida y lustra más que a una novia. Ese mismo día, la niña de sus ojos se esfuma sin dejar más rastro que la habitual mancha de aceite en el piso del garaje. Junto a Juan Salvador –un púber ñoñísimo especializado en ufología– y Paulina Castiglione –la molesta vecina chismosa que suele instalarse en el telecentro de Angie para disfrutar del aire acondicionado gratis– emprenderán una delirante aventura hacia el Cerro Uritorco en busca del vehículo perdido. Con ritmo cinematográfico y sin pretensiones intelectualoides que espesen el delicioso sabor aventurero de esta novela, Mariano Sánchez despliega un montón de diálogos frescos e ingeniosos que se alternan con situaciones disparatadas. La acción se concatena a una velocidad que no permite pensar en la verosimilitud, logrando empatía y complicidad con el lector, que sólo quiere saber qué pasa después. Un Renault 12 de otro planeta es una historia de amor entre el hombre y la máquina, donde se plantea hasta dónde es capaz de llegar alguien para rescatar al objeto de sus desvelos. Abducciones, corrupción y desidia policial, paisajes serranos y una vertiginosa persecución digna de Indiana Jones son los ingredientes que componen esta sencilla nouvelle que cabalga en la delgada frontera estética que separa el comic, el cine y lo mejor de la narrativa pulp clásica. Una pequeña perla que podría convertirse tranquilamente en road movie de no ser porque los protagonistas se quedaron a pie.
Mariano Sánchez
Nació en Buenos Aires en 1984. Es guionista y director de cine. Con los cortometrajes La serpiente y Un millón de amigos obtuvo distintos premios y menciones en festivales de Argentina, España, México, Chile y Colombia. Un Renault 12 de otro planeta es su primera novela.
Un Renault 12 de otro planeta (2017)
Autor: Mariano Sánchez
Editorial: Evaristo
Género: Novela

Publicado en Solo tempestad, el 08 de Mayo de 2017.

De lo que ya se fue

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Una lectura de Acá había un río, de Francisco Bitar. Por Cezary Novek.

Los encuentros furtivos de un hombre solitario con el amor de su adolescencia mientras su padre agoniza, el romance que no fue con una mujer desconocida y la posible vida alternativa que ello conllevaría, un niño cuyo perro es regalado en el transcurso del derrumbe familiar, dos hermanos cuyas distancias terminan por erosionar una construcción que parecía sólida, una relación que se trunca para dar comienzo a un camino de autoconocimiento, una confusión que cambia el rumbo de vida de tres familias completas (las últimas dos, consecuencia del mismo error). Tales los temas de Acá había un río, el segundo volumen de relatos de Francisco Bitar. Con exquisita economía de recursos, Bitar retrata a personajes imperfectos, que naufragan en la melancolía de lo inevitable. Lo interesante es que en los cuentos que componen este libro, lo inevitable es casi siempre secuela de malas decisiones tomadas con el corazón. El marco de esta serie de desencuentros es el tiempo que pasa, los ciclos de nacimiento, de la vida y la muerte. Narrados de forma minimalista, los cuentos de Bitar tienen la capacidad de conmover y contagiar las emociones de sus personajes. Hay una parte del lector que se queda a vivir para siempre en los universos otoñales de estos relatos, indagando una y otra vez en los silenciosos espacios en blanco que separan las palabras, hogar de toda la poesía que acontece en el fondo de la trama. Al igual que en su libro anterior –Luces de Navidad– son los momentos antes o después de la ruptura el hilo común al conjunto de cuentos. En el medio quedan los personajes, haciéndose preguntas en soledad mientras ven al sol diluirse en el horizonte junto con la realidad que se vuelve recuerdo. Es precisamente el manejo firme y preciso de ese páramo entre el sentimiento y el sentimentalismo la principal virtud del narrador: dice mucho con poco, muestra las emociones sin nombrarlas, construye poesía con el silencio y la pausa. Dibuja un solo paisaje de la angustia de vivir a través de muchos paisajes, sugiriendo que el amor, la amistad y el sentido de las cosas pueden estar en cualquier parte, en todas partes y en ninguna parte a la vez.  

Francisco Bitar

Nació en 1981 en Santa Fe, ciudad en la que reside. Publicó los libros de poemas Negativos (2007), El olimpo(2009 y 2010), Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y The Volturno Poems (2015); la novela Tambor de arranque (2012) y el volumen de cuentos Luces de Navidad (2014). Tradujo, entre otros, a Jack Spicer (Quince proposiciones falsas contra Dios, 2009). Tuvo a su cargo las ediciones de Trabajo nocturno. Poemas completos de Juan Manuel Inchauspe (2010) y es uno de los antologadores de 30.30. Poesía argentina del siglo XXI (2013). Es Licenciado en Letras y coordina el taller de narrativa de la librería Del Otro Lado Libros.

Acá había un río (2015)
Autor: Francisco Bitar
Editorial: Nudista
Género: Cuentos


Publicado en Solo tempestad, el 08 de Mayo de 2017

Córdoba Cuenta

Instituto Roca: De gringos, talleres y fantasmas

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El Instituto Presidente Roca es uno de los colegios técnicos más destacados de la ciudad. Pero su historia, vinculada desde siempre a la educación, atraviesa al gran Agustín y a fenómenos paranormales diversos, avalados por las propias autoridades.
Por Cezary Novek

“Pensarás que estoy loca. Hay personas que nacen con percepciones diferentes. Me puedo dar cuenta cuando un lugar está cargado y cuando no. Nunca vi un fantasma, pero sí sombras moviéndose en el patio. Cosas negras, con las que no hay que cruzarse”, dice la Vicedirectora del Instituto Roca. Los dos alumnos asienten con respeto. En uno de los edificios funciona un internado para los chicos que son del Interior. Los fines de semana, cuando los alumnos regresan a sus hogares, el predio queda vacío.
La tarde está cayendo y los rayos de sol que se cuelan por la ventana de la biblioteca son cada vez más horizontales. Afuera, los alumnos están cruzando el Parque Sarmiento, camino a su casa. La Vicedirectora está de pie, al igual que los alumnos. La bibliotecaria llena fichas y se limita a escuchar. Hace poco que está.
“El colegio es re tranquilo, casi no hay episodios de violencia aquí. La indisciplina es incluso menor que lo estimado como normal. Es por el sistema de puertas abiertas”, comenta la Vice. Los alumnos están de acuerdo. Ellos mismos consideran que hay muchos de ellos comprometidos con el sistema de enseñanza técnica que sobrevive en este colegio después de la última reforma educativa, en 1995. “Hay profes de taller que están hace cuarenta años. El sentido de pertenencia es muy grande”, dice uno de los chicos, que también es parte del Centro de Estudiantes.

AQUELLOS NIÑOS DESVÁLIDOS
El colegio cumplió su primer siglo en el 2014, pero el edificio es aún más antiguo. Entre fines del Siglo XIX y comienzos del XX fue una suerte de reformatorio. Luego pasó a convertirse en orfanato: el Asilo de Niños Desvalidos. En mayo de 1914 y por decreto del gobernador Cárcano, se convirtió en la Escuela de Artes y Oficios. La idea era posibilitar una salida formativa a los hijos de la clase trabajadora. El sistema de internado gratuito y la enseñanza técnica se estructuraban en base a la educación primaria y los talleres de especialidades necesarias en la época: carpintería, mecánica, hojalatería, herrería, sastrería, zapatería. Había también capilla –hoy convertida en aulas y biblioteca– y casa del director (cuyo piso superior se incendió y fue demolido hace décadas, y donde residen el actual funcionario y su esposa, la vice).

Desde sus comienzos, la escuela estuvo dotada de una banda de música, formada por alumnos de la institución, que solían tocar para el público general los fines de semana en el Parque. Esa misma orquesta encabezó el grupo de jóvenes que se ocupó de forestar el Parque Sarmiento hacia 1915.

HABLEMOS DE YAMIL
Los dos alumnos del inicio de esta conversación también tuvieron, como tantos otros, experiencias con un fantasma: “Dicen que se llamaba Yamil. Una vez me saqué una selfie y lo vi en el espejo. Tenía uniforme antiguo”, dice uno. Cuentan que, una noche, estaban en la sala de juegos viendo una película. De pronto, vieron entrar una sombra negra, que pasó y se escondió bajo la cama ante la mirada sorprendida de los alumnos y del preceptor. “También hay candados que se mueven solos”, comenta el más alto. “Una vez mi teléfono, que estaba sobre un parlante, se cayó solo, como si alguien le hubiera dado un manotazo”.
Se cuenta que, años atrás, hubo un interno que hablaba con los espíritus. La Vice aclara que se le hicieron pericias psicológicas y psiquiátricas pero no encontraron nada. “Simplemente, se despertaba a la noche y hablaba de cosas del pasado, con una voz que no era la suya. Y decía llamarse Yamil”, revela la autoridad. También dicen que en el baño, a veces, las canillas se abren solas. O se escuchan voces que suspiran y cuentan secretos. La leyenda se alimenta con la trágica historia de un muchacho que fue estrangulado por un celador, en la época en que las instalaciones funcionaban como reformatorio de menores, antes de 1910. No queda ningún tipo de documento de esa época.
“Y le podés preguntar a las mujeres de la cocina, que muchas veces han visto cosas. Una de ellas recuerda haberse sentido observada cada vez que lavaba los platos. Siempre por la misma chica de uniforme antiguo. Una vez juntó coraje y la enfrentó, preguntándole qué quería. Nunca más se le apareció”, concluye la Vice y se disculpa porque tiene que irse a una reunión con dos padres.

CUNA DE LA INDUSTRIA
El primer director era un inmigrante sueco, el ingeniero Gustavo Erikson. El miembro del Centro de Estudiantes me acerca una revista editada dentro del mismo colegio, en 1994. Roca Presse. Allí hay un testimonio de la dura vida de los niños, por boca del mismo Erikson: “He tenido oportunidad en esta mañana de frío glacial, de ver llorar a la mayoría de los niños pequeños por esta causa, llenando el corazón de pena, disponiendo que éstos fueran puestos en cama nuevamente, pues es el único recurso con que se cuenta, y eso medianamente por carecerse de colchones y de colchas”.
Desde los años ’30, la escuela incorpora materias como Química, Física, Tecnología y Dibujo industrial. En 1941 el Instituto pasa a llamarse Internado en Asistencia Social para Menores y Escuela del Trabajo Presidente Roca. Por aquellos años se incorpora un taller para motores a explosión.
Durante la década del ’50, la escuela formó operarios calificados para la entonces pujante Córdoba automotriz. En 1957 adquiere la categoría de Instituto de Enseñanza Media y en 1969 se convierte en el Instituto Provincial de Educación Técnica Número 1 Presidente Roca. A partir de la reforma educativa de 1995, pasa a denominarse IPEM 48, diluyéndose en gran parte la actividad práctica de los talleres, que pudo sobrevivir gracias a la voluntad de los maestros. Recién en 1996 se incorporan alumnas mujeres, aunque ya en 1915 había maestras a cargo del colegio.
APRENDER A DISCUTIR
“Perdí a mi madre cuando tenía dos años, mi padre quedó paralítico a causa del gran dolor. La escuela fue mi techo y mi comida ¿Algo más tengo que decir?”, testimonia Homero Triay, quien cursara sus estudios en el lugar entre 1919 y 1927. Pero el recuerdo más interesante viene de un personaje célebre de la historia local: Agustín Tosco, que fue alumno interno entre 1944 y 1947. “En la Roca aprendí a discutir”, solía repetir cuando recordaba sus años de formación. Sus compañeros le decían Tero, porque era tan alto que los mamelucos le quedaban cortos. El líder sindical era retratado por sus ex compañeros como un lector incansable, orador nato y líder natural. Ya en aquellos tiempos hizo su primer ejercicio de rebeldía: encabezó una protesta contra los procedimientos del secretario y protestó por asuntos cotidianos del colegio como, por ejemplo, cuando el director –que era médico– quiso practicarle una autopsia a su perro en una de las mesas del comedor estudiantil. Cuando egresó como Perito en Electricidad, se negó a recibir el diploma a manera de protesta final por actitudes que consideraba ofensivas para con los alumnos.

Un ex compañero, Avelino Laurenti, dijo de él: “Nos transmitió tantas inquietudes: la lectura, la línea de conducta. Nos enseñó a ser honestos, derechos y trabajadores; él, que tenía idea y la llevaba a la acción, algo que muchos no logran”. El mismo alumno me muestra unos registros del parte diario de los años 1926 y 1928. Dice que anhela encontrar los registros de la época de Tosco. “Acá en la biblioteca sólo están estos y algunos documentos que se utilizaron para una muestra. Hay fotos, muchas, pero habría que buscarlas. Hay una habitación cruzando el predio, donde están todos los archivos amontonados, pero está con candado”, dice antes de marcharse junto a su amigo.
Nos quedamos solos la bibliotecaria y yo. Mientras reviso el material, ella termina de cerrar. Cuando salimos, la brisa entre las ramas de los árboles es el único movimiento entre los edificios, testigos silenciosos de un pedazo de nuestra historia. Antes de despedirnos, comenta: “Es muy gótico este lugar, ¿no? Como la casa de Cumbres Borrascosas, una onda así”.

Hijas de la noche

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Por Cezary Novek
Después de su consagración como cuentista de horror, Mariana Enríquez vuelve a la novela con una pieza extraña, que se aparta del terror, el costumbrismo y el realismo sórdido de sus últimos trabajos para brindarnos un cóctel con lo mejor de sus obsesiones juveniles, más en la línea de Neil Gaiman que de Stephen King.
Éste es el mar es una novela breve sobre una casta de seres sobrenaturales que se dedican a canalizar energías colectivas para lograr una evolución personal. Fabrican leyendas del rock, inducen a los fans al sacrificio, administran el espíritu de una época al borde de la disgregación.
En algunos pasajes se elabora una posible –y poética– explicación del destino trágico de muchos músicos malogrados: Kurt Cobain, Sid Vicious, John Lennon, Jimmy Hendrix y una larga lista.  La protagonista, Helena, intuye que su trabajo con el músico James Evans –frontman de la banda Fallen– representa un desafío enorme: tal vez la última gran estrella de un género que cada día cree menos en sí mismo. Y decide romper todas las reglas regalándole un don para que sus canciones estén a la altura de su mito.
El origen de estas entidades es incierto y poco importa, ya que la trama logra esquivar las explicaciones con una elegancia que se agradece. Éste es el mar retoma algunos tópicos de su primera novela, Bajar es lo peor: los héroes románticos, la belleza masculina autodestructiva, el nihilismo juvenil, la cultura pop de los ’90, la raíz mística de la creación artística, la muerte joven, el ecosistema de la noche. Pero el mayor logro de esta novela es la voz narradora, que resulta hechizante y efectiva, como si se tratara de una banshee etérea que nos susurra su historia antes de desvanecerse para siempre.
Éste es el mar (2017)
Autora: Mariana Enriquez
Editorial: Random House
Género: novela

Publicada en Solo Tempestad, el 01 de Junio de 2017

El lado áspero del recuerdo

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Por Cezary Novek
Una lectura sobre La grafa, primera novela de Claudia Sobico, publicada por Alto Pogo en 2015. 
        De construcción fragmentaria y realista, La grafa aborda la cotidianeidad de una familia trabajadora desde la perspectiva de una niña, que es testigo de los vaivenes económicos y sociales de su tiempo a través de las conversaciones que registra su óptica inocente. En toda la historia se respira una nostalgia peronista, de barrio obrero y modernidad plena.
           La voz es solitaria y algo melancólica. Hay muchos personajes que pueblan la trama, muchos tíos con sus respectivas historias que se entrelazan en el túnel del recuerdo. La fábrica a la que se alude en el título nunca aparece. Todas las noticias que tenemos sobre lo que sucede en La grafa las recibimos en la casa de la protagonista, a través de las escuchas infantiles y los comentarios cazados al vuelo, a veces de forma involuntaria.
        Tiene un ritmo de escritura muy parejo que convierte la lectura en una experiencia amena y veloz. La novela está compuesta por capítulos breves, casi microrrelatos de relativa autonomía pero con fondo común. Lo autobiográfico –aunque esté basado en testimonio ajeno, lo es de alguna manera– aparece tamizado por el filtro de la reescritura y corrección en fino, que no admite palabras de sobra.
      Los diálogos y la trama no importan tanto como la atmósfera, la recreación de ese particular aire que se respiraba en un hogar obrero cualquiera de la década del ’50. La ilusión e ingenuidad de la voz narradora están bien logrados y se complementan con la historia para transmitir de forma adecuada el optimismo que caracterizó los sueños de ascenso social y prosperidad de las familias trabajadoras de la Argentina de mediados del siglo XX.
        El olor  y la textura de la materia prima textil, de la ropa de trabajo, es casi palpable. Esta reconstrucción del relato familiar hurga en lo más profundo del inconsciente para luego tomar distancia y tratar de cristalizar ese recuerdo de la manera más objetiva para el lector. El relato político se mezcla todo el tiempo con la historia pero sin asfixiarla, logrando un equilibrio que pocas veces se encuentra en la literatura realista y que, en palabras de Alejandra Zina –que escribió la contratapa– encarna el lado áspero del recuerdo: aquel de las tensiones, trampas y hostilidades.
*Claudia Sobico nació en Buenos Aires en 1973. Realizó el profesorado de Inglés en el Profesorado Joaquín V. González. Trabaja en Lenguas Modernas, Facultad de Filosofía y Letras. Realizó un taller de escritura con Julián López. Además de La Grafa (Alto Pogo, 2015), editó en 2016 el poemario Venus en el acuario (Qué diría Victor Hugo?, 2016)
Publicado en Marcha Noticias, el 07 de Junio de 2017.

Presentación: El libro de Óximo

Migrantes y refugiados

Que vuelvan los clásicos: Crimen y castigo.

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Nunca digas nunca. 
Entrando en la segunda mitad de mi vida, debuté como booktuber para el blog de Volcán Azul
Me dijeron: "Contame de qué trata Crimen y castigo en menos de tres minutos". 
"Y... bueno, explora lo más oscuro de la mente rusa...digo...humana". 
No salgo favorecido (los años no vienen solos, es evidente) pero me divertí haciendo un ejercicio de síntesis, que nunca viene mal. Aquí va:


 


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