Marcha habló con la poeta Carina Radilov Chirov, quien hace unos meses dio un saludable salto hacia la narrativa con el libro de relatos Donde empieza a moverse el mundo. Por Cezary Novek
Siete relatos con algunos interesantes denominadores comunes –las mujeres, la siesta- integran el volumen Donde empieza a moverse el mundo (Nudista, 2014, Córdoba), debut narrativo de la poeta santafecina Carina Radilov Chirov (Sunchales, 1972). Antes, publicó Flor del llano, que cuenta con ediciones en dos sellos diferentes. Según la biografía incluida en el libro, gestiona –junto con Analía Giordanino- el ciclo Poesía Elástica, que se lleva a cabo en Sunchales y Santa Fe desde hace más de cinco años.
El conjunto es armónico y tiene una música interior que roza lo perfecto. La clase de relatos que atrapa como si fueran narrados espontáneamente y en persona, pero a los que no les sobra ni les falta siquiera una coma. Una segunda lectura descubre una arquitectura delicada y precisa, pero a su vez en movimiento, viva. Orgánicos sería el adjetivo que mejor define estos cuentos protagonizados por mujeres que se mueven en un ámbito en un contexto semi rural, que duerme mientras los hechos se arrastran como iguanas a la hora de la siesta. Retomando la analogía musical, no es exagerado afirmar que Radilov Chirov tiene una especial sensibilidad para atrapar esas burbujas de silencio que habitan en las pequeñas comunidades, en lo que no se dice durante el almuerzo del domingo. Es ese silencio lo que realza la música de las palabras. Son los espacios entre las palabras los que cuentan lo más interesante de cada historia.
Otro factor que sobresale en su prosa es la sensibilidad eslava, la mirada melancólica del mundo que saborea la tragedia hasta en los momentos más felices y que, sin embargo, que no se puede expresar porque siempre queda atrapada entre líneas, bajo frases secas y breves. A este placer por la melancolía ante la fugacidad del instante los japoneses la llaman aware. Los pueblos eslavos aún no le han puesto nombre, ni siquiera después de toda la literatura rusa del siglo XIX. Esta angustia de lo que no se puede decir es lo que un amigo alguna vez llamó –refiriéndose a los vascos, pero aplica también a la mirada eslava- “una conversación de abismo a abismo”. La lectura de este libro es una de las experiencias más afines a ese sentimiento. Una conversación de abismo a abismo con el lector a través de una narrativa que obliga a dibujar los recovecos que la autora deja bajo un cono de sombra. Sería improductivo, por lo tanto, intentar describir las tramas de lo que Fernando Caballero define en la contratapa como “esas pequeñas tragedias políticas, locales, que dan cuenta del mapa del deseo y de sus minúsculas revoluciones”.
La mujer y la siesta
La siesta es sinécdoque de pueblo. Lo que sí tuve claro desde que escribí el primer cuento, fue que el espacio del pueblo operaría como la zona imaginaria a explorar, y en los pueblos, las siestas son como tiempos en blanco, donde todo puede suceder. Y en cuanto a las protagonistas mujeres, sí, hay una elección allí. Me interesa darle presencia ficcional a personajes femeninos, y llevarlos a una especie de límite y ver cómo reaccionan.
Venís de la poesía y este es tu primer libro de narrativa ¿Qué factores determinaron ese abordaje al género del cuento?
Me desafié a mí misma, en parte. Además, quería contar historias que encontraron en el cuento su género.
¿Alguno de estos relatos es autobiográfico?
Muchos elementos son autobiográficos, pero ninguno de los relatos íntegramente. Detalles, sensaciones, aspectos de ciertos personajes.
Lo que no se nombra
Creo que así como la poesía trabaja con lo no dicho, rodeando lo indecible, pero buscándolo, en la narrativa me interesa mostrar personajes accionando, convertir al lector en un testigo privilegiado de las vidas de estas criaturas. Y que el lector se relacione con los personajes. Por ejemplo, en el primer cuento, La Choli, yo trabajé el personaje de la protagonista más desde el lugar de la fascinación, de la atracción. Vos leés el miedo y la crueldad, que también están presentes.
En tus relatos hay una fluidez y naturalidad, casi como si fueran narrados de pasada, en un fogón ¿Cómo fue el proceso de corrección hasta llegar a ese lugar?
Es curiosa la comparación con el relato oral, porque no tengo ningún talento para contar anécdotas en reuniones. Soy la que escucha y observa. En muchas situaciones, me sitúo un poco fuera de escena, casi como una voyeur. El proceso en sí mismo no me llevó tiempo, pero sí la génesis de cada cuento. Incubo las historias en mi cabeza hasta que están maduras o hasta que me convence una escena o un detalle de la escena que moviliza la escritura. Después, viene la corrección, el pulido. Hay una intención de fluidez en todos los relatos, quizás porque (y es una hipótesis que pienso mientras respondo) cada historia tiene su núcleo duro, para compensar esa dureza de la vivencia contada. O tal vez sea como lo definió Fresán alguna vez, el estilo es el “fantasma de las carencias”. Si me preguntás, quisiera escribir de nuevo Mrs. Dalloway, o quisiera escribir a lo Lorrie Moore, haciendo de la digresión y de la elipsis los recursos privilegiados del relato, pero tal vez sólo logre ir puliendo lo que me sale, que es esta narración fluida de la que hablás en la pregunta.
Sin caer en las siempre odiosas comparaciones, el Sunchales de tus relatos parece dialogar con el San Francisco de Lamberti en El asesino de chanchos.
¡Claro! Lamberti es como mi maestro de por aquí. San Francisco como espacio ficticio comparte ciertos caracteres geográficos, culturales con mi Sunchales ficcional. Ambos exploramos en las vidas de personajes de pueblos donde, en apariencia, nunca pasa nada. Trabajé en taller con Lamberti, así que me ha sugerido lecturas y otras las compartimos desde antes de conocernos: el gusto por la literatura norteamericana, el culto a Stephen King. Hay influencia y Lamberti sería como el tío extravagante de la familia literaria que voy armando. (Piglia tira una teoría de que la literatura pasa de tío a sobrino en Respiración artificial.)
¿Es posible que los personajes busquen salvarse evitando poner en palabras lo que los arrincona y aflige?
No creo que los personajes eviten poner en palabras lo que los angustia. Creo que llegaron a un lugar donde las palabras no sirvieron para salvarlos, y sólo les queda actuar, aun cuando el movimiento los devuelva al punto de partida. (Acá pienso en la protagonista de Muñeca rota, por ejemplo) Está presente la idea de la huida, es un tema que me obsesiona: cómo se permanece sin huir y cómo se pergeña un escape. El libro podría haberse llamado La ciénaga, también ¡pero se iba a confundir con la película! Las películas de Lucrecia Martel trabajan con un clima que a mí me interesó crear en los cuentos. Esa asfixia, esa concentración de los deseos, cuando todo está casi por explotar.
¿Cómo fue la transición de la poesía al relato?
Tal vez no hubo transición. No he vuelto a sentirme “fluida” con la poesía desde que empecé a laburar con la narrativa. Son dos caras de mi personaje literario que no han logrado conectar hasta el momento. Y sin embargo, persiste el deseo de la escritura de poesía.
¿En qué estás trabajando ahora?
Continúo escribiendo narrativa, estoy ahondando en el filón del miedo, a ver hasta dónde me llega el carretel. La novela está en el horizonte, como la trillada frase sobre la utopía.
¿Tenés algún tipo de ritual para ponerte a trabajar?
Tengo más bien la fantasía de un ritual posible. Quisiera decir que me siento cada mañana y no me levanto hasta haber escrito diez páginas o mil palabras, como King, pero no es así. Escribo cuando puedo. Necesito el aislamiento y el silencio, pero puedo escribir en un contexto más agitado, si me urge hacerlo. Estuve leyendo los Diarios de Katherine Mansfield y siento empatía con su sensación de pereza y de culpa por no estar escribiendo, a la vez que la agobia el deseo, la pulsión de la escritura. Mi único objetivo, en todo caso, es seguir escribiendo a como dé lugar la vida.
Relación con la literatura
Vengo de un hogar donde no había libros ni se leía. He pensado bastante en quién pudo haber influido en mi primera infancia quizás. Creo que lo que me permitieron mis padres fue el espacio de libertad, básicamente porque nadie miraba qué estaba haciendo. Era una niña tan confiable y responsable, que me dejaron sola con los libros. Fue una bendición para mí, porque si hubiera tenido padres que hubieran esperado de mí logros deportivos, por ejemplo, todos hubiéramos terminado con frustraciones. En el orden de la elección, optamos por aquello que nos hace sentir más felices. La sensación de absoluta felicidad que siento cuando estoy por comenzar a leer un libro o mientras estoy sumergida en un mundo ficticio, sigue siendo la misma de la infancia. Tuve acceso a bibliotecas públicas, paraísos de mi niñez y adolescencia. Empecé a comprar libros cuando pude pagármelos.
Estudié el Profesorado de Lengua y Literatura, ejerzo como docente. El aula me retroalimenta explorando las lecturas, es lo más interesante que se me ocurre hacer: leer, confrontar a los chicos con los mundos ficticios. Y convocar la escritura también. No profeso religión alguna, pero creo en el poder de la literatura, que, por supuesto, como toda fe, requiere creyentes. El diálogo sobre las lecturas en el aula también es un espacio donde me gusta estar. Como a mí la ficción y la palabra me han salvado, espero mostrarle a alguien más esa vía. Por supuesto que el aula hoy es un territorio permanente de conflictos, estoy relatando el tope de gama de la experiencia docente. Pero cuando les leés una buena historia, que a vos te apasiona y lo hacés bien, los chicos se enganchan. En este sentido, el poder hipnótico del relato funciona como en las cavernas.
Lecturas
Mantuve siempre una escritura privada, íntima, que a veces decantaba en poesía. Hasta que no empecé a leer en público esa poesía no supe que era posible pensarme a mí misma como “alguien que escribe”. La lista de escritorxs que me movilizan sería extensísima. Busco leer, con toda intencionalidad, a mujeres. Las escritoras del sur de EEUU: Flannery O’Connor, Carson McCullers, otras norteamericanas como Lorrie Moore y Joyce Carol Oates. En Argentina, desde Silvina Ocampo y Alfonsina Storni pasando por Sara Gallardo hasta Hebe Uhart. Y las contemporáneas, Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Mariana Enríquez, Analía Giordanino, que es como mi hermana literaria en esa familia de la que hablábamos antes. Me interesa lo que tienen para decir las mujeres y cómo lo dicen, quizás porque en la formación del profesorado primaron los varones. Igualmente leo literatura escrita por hombres, no hay una cuestión de género en sentido negativo. Amo a Stephen King, leo a Murakami, a Levrero. De los más contemporáneos y coterráneos, bueno, ya hablé de Lamberti, pero también en poesía están Fernando Callero, Daniel Durand. Y Carlos Godoy, Federico Falco, Julián López. Peco de omisión, porque mi espectro de lecturas es muy variado y amplio. El catálogo de Nudista, como el de otras editoriales independientes (Mar Dulce, Erizo, Entropía y tantas otras) están configurando el mapa de la literatura contemporánea.
Tu apellido denota un origen eslavo ¿Esa impronta condicionó de alguna manera tu forma de mirar el mundo y tu escritura?
Mi abuelo era rumano, emigró a los 14 años en período de entreguerras. Siento el condicionamiento ancestral, por vía paterna. Creo que el silencio, el mutismo de mi padre y de mi abuelo obraron como un catalizador para la escritura. A mi abuelo no lo conocí pero es antológica su cerrazón ante su familia e hijos, era un tipo que se dedicaba a levantar casas y a guardar dinero en el banco sin que lo supiera su mujer. Mi padre compartía ese aislamiento que para mí les viene de una condición existencial, de una necesidad de silencio que nunca logré explicarme pero que comparto. Creo que escribo para compensar tanto silencio; ahora que lo pienso, mi abuelo sería exactamente como un personaje de mi libro: alguien que no tuvo palabras y se dedicó a accionar.
(Juan) Terranova había escrito algo en un artículo de Paco sobre la idiosincrasia rumana que me había parecido interesante, algo como de la angustia existencial de la gente del este. Son gente muy muy discreta, desconfían de la exhibición pública y (mis parientes, por ejemplo) detestan estar en boca de otros. Últimamente estoy pensando en hacer un registro oral de los relatos familiares porque toda la familia está envejeciendo. El tema del silencio es algo que siempre pensé mientras esperaba que mi padre me hablara: me va a decir algo trascendental, es un genio callado. No pasó nada de eso, pero yo agarré la posta de hablar.