por Cezary Novek
Especial para HDC
Mi tía falleció meses después que mi abuela, quien murió voluntariamente cuando supo que su hija tenía cáncer. Simplemente dejó de comer. La misma noche que encontramos el cuerpo, la casa comenzó a morir. En cuestión de semanas, aparecieron grietas y humedades que jamás se habían insinuado en los 60 años de historia de la estructura. La vegetación se volvió salvaje. Las arañas y el polvillo invadieron todos los espacios. Una persiana, que había resistido por décadas sin quejas, se soltó de la nada y no hubo forma de volver a subirla. La pileta de natación comenzó a rajarse. Las cañerías se dieron por vencidas. El medidor de luz comenzó a fallar.
Tardamos casi un año en vaciar la casa por completo, mientras se gestionaban las dos declaratorias de herederos necesarias para la venta de la propiedad. Los libros de predicciones –tarot, I Ching, autoayuda y filosofía oriental– fueron incinerados en el asador con criterio indiscriminado por mi padre y mi tía apenas empezaron la limpieza. El juego de dormitorio y los aparatos se vendieron lo más rápido posible, junto a un lote de adornos, discos y pinturas.
El juego de living –dos armarios antiguos y la mayor parte de la vajilla– me tocaron como herencia, junto a tres cajas cerradas. En una de ellas había una granada de fabricación casera, un juego de mate, algunos adornos, diplomas y todas las fotos familiares. En otra, algunos libros de narrativa y poesía. En la última, había un elefante de porcelana, un grabador antiguo y un proyector de 8 mm acompañado de una bolsita con 11 rollos de película.
Llamé a un amigo que sabía de tecnología analógica para que me ayude a montar el proyector en el living de mi casa. Conocía la fragilidad del celuloide, igual o mayor a la de los recuerdos. Anduvo a la primera, pero uno de los carretes no giraba del todo, por lo que había que ayudar con una mano mientras se veían las películas. Cada una duraba entre 5 y 10 minutos, como una suerte de Youtube prehistórico.
Pusimos el primer rollo. Se podía ver una procesión de una virgen, un desfile militar. En medio de la multitud, un chico se da vuelta y mira a la cámara. Luego, un grupo de gente entra a una casa, una bandeja se posa en una mesita de café. La cámara se queda en un punto fijo y luego termina la película.
Segundo rollo. Casamiento de mis padres. Ambos tenían varios años menos que yo ahora. Los puedo ver bailando un vals en una fiesta en la que más de la mitad de los invitados ya murió. Gente muerta conversa animadamente entre sí –entre ellos, mi tía y mi abuela– cuando de pronto el encuadre se corre y pesca a mis padres besándose como lo hacen dos adolescentes.
Tercer rollo. Día de campo. Aparece mi abuelo fallecido hace casi veinte años con pelo y sin canas, a color. Mi abuela aparenta cuarenta recién cumplidos. Mi tía y mi padre tenían en el momento de la filmación la edad suficiente como para ser hijos míos. La sensación de anacronismo y fantasmagoría asfixia.
Mi amigo se tuvo que ir.
Siguiente película. Mis tíos y mis padres en la pileta. Se mueven en silencio, dibujando lentas rondas alrededor de dos bebés. El más chico soy yo. Intento alcanzar una pelota azul que recuerdo haber visto perdida entre la maleza del patio la última vez que fui a sacar cosas a la casa. Le doy un beso a la pelota, luego se me escapa. Mi tía se peina el pelo hacia atrás y sacude el agua de su mano.
Otra película. Mi abuelo tomando mate, rodeado de su mujer y sus hijos. La postal me remite a una clase media que ya no existe: aquella que podía comprar casa, auto, veranear todos los años y educar a sus hijos en los mejores colegios. Todo eso con un solo sueldo y sin tener vínculos con la aristocracia ni haber heredado nada. Mi abuela trabajaba. No era necesario, lo hacía por gusto.
Otro día de campo. Esta vez en compañía de cuñados, sobrinos, etc., toda gente que sólo conozco porque me enseñaron nombres y fotos. Otra postal de la modernidad, tan muerta como los retratados: dos familias con varios hijos estacionan sus autos al costado del río. La sombra del camarógrafo se proyecta en el espacio de tierra entre los dos autos. Comen un asado. Toman mate. Salen a caminar entre los árboles. La fotografía tiene colores actuales. Los dos más chicos –los únicos sobrevivientes– tienen hoy más de sesenta años.
Miro una película tras otra. Actos escolares. Reuniones concurridas en la casa hoy moribunda, por ese entonces aún sin ampliar.
En uno de los rollos hay quemaduras. El lente es potente y, si la película permanece expuesta algunos segundos de más, se puede quemar como si le apoyaran la brasa de un cigarrillo. Pongo toda la atención para que eso no suceda.
La imagen se ve quemada, como un mediodía nuclear. Mi madre me tiene en brazos y me acerca a una enredadera para que yo pueda alcanzar una flor con la mano. Luego estoy de pie junto a un tanque australiano. Me tomo del borde y me balanceo, intentando sostenerme con las piernas recién estrenadas. Luego estoy sentado en el pasto, mirando a la cámara, que se acerca. Mis ojos son enormes y me estudian con atención como si el infante fuera yo. El ronroneo suave de la película me envuelve. La cámara se acerca un poco más. Mis ojos ahora ocupan toda la pared del living. La película parpadea un poco, los ojos no. Luego se corta y un silencio de treinta años se derrama en el living a oscuras.
Publicada en Hoy Día Córdoba, el 10 de Septiembre de 2015.