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Channel: El Sórdido Tópico
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Ya no gritan

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(Versión corregida y aumentada del cuento homónimo de 2012)


What is this that stands before me?
Figure in black which points at me
Turn around quick, and start to run
Find out I’m the chosen one
Oh nooo!
Black Sabbath- Geezer Butler, 1969-
Hace unos años, en un asado, me contó la historia de cómo se había perdido en el bosque. No era amigo mío, sino amigo de unos amigos. No es que fueran tan amigos, pero solía caer con cierta frecuencia y por esa época me lo cruzaba seguido. Siempre en asados. Le decían Patán. Creo que por el perro de los dibujos animados. No tenía ningún tipo de parecido. Tampoco se reía igual. Cuando iba a la secundaria había sido jugador de rugby en un club conocido, pero en la época que lo conocí nada que ver. Le había salido vitiligo y se había dejado crecer una barba larga hasta el esternón. El pelo le llegaba por debajo de los omóplatos y se había hecho algunas rastas. Se dedicaba a hacer malabares y sandalias de cuero artesanales. Se iba muy seguido al campo. Le gustaba estar solo.
No me acuerdo el nombre del lugar ahora, pero no era tan lejos. Menos de dos horas de viaje desde la ciudad. Después había que caminar campo abierto hasta llegar a un alambrado que había que cruzar y de ahí seguir derecho hasta encontrar un arroyito que se mandaba para el bosque.
Según contó, había dejado la carpa cerca de ahí, porque estaba medio oculto y era la mejor forma de que las cosas estén seguras y sin tener que pagar por eso. Tuvo que caminar un par de kilómetros hasta encontrar el lugar. Estaba con el mambo New Age el tipo y había escuchado por ahí —en uno de sus viajes— que en ese bosque había un lugar específico en el que te podías sentar y sentir una serenidad absoluta. Algo así como alcanzar el Nirvana con solo sentarse en el piso. Pero había que encontrar el lugar y nadie lo había hecho hasta ahora. Patán tenía mucho tiempo libre. Llevó víveres para tres días.
Dijo que estaba tan compenetrado con la búsqueda que pasó más de tres días allá, no se acuerda cuánto. Habrá sido por julio, los días del Veranillo de San Juan, seguro. Dijo que era invierno pero había clima de primavera. Estaba realmente determinado a encontrar ese punto o, al menos, en creer que podría encontrarlo. Uno de esos días que ya no estaban incluidos en los cálculos, se perdió. Venía caminando sin apuro, como las veces anteriores. Retomó desde el lugar que había dejado la vez anterior y siguió con el procedimiento que ocupaba sus días: un paso, se sentaba un rato. Otro paso, se sentaba de nuevo. Y así.
Cuando llegó a donde estaba el árbol caído dice que pensó que se había equivocado de dirección, porque el día anterior no había ningún tronco en ese lugar. Tuvo que rodear un alambrado y seguir por una pendiente que se abría hasta donde se podía ver desde ahí. Andaba descalzo y sólo había llevado la seda y algo de tabaco para armar. Cada una hora paraba y se ponía a pensar en otra cosa. Era increíble —decía— lo mucho que te podés cansar solamente con pensar mucho en una sola cosa. Así que se entretenía paseando la vista por los algarrobos. No tenía mucho más que hacer fuera de su tarea. Como había pensado estar poco tiempo y le gustaba viajar liviano, tampoco llevó nada para leer. Ni siquiera para practicar malabares.
La luz de la siesta se colaba entre las hojas y las ramas, generando un juego de luces, sombras y matices entre el amarillo y el verde. Todo eso le trajo una confortable sensación de tiempo detenido. Lo que le hizo pensar que tal vez podía estar cerca de su meta.
Terminó el cigarrillo, se calzó las sandalias y siguió caminando tras abrirse paso por entre los yuyos hasta encontrar un sendero que corta el bosque en diagonal. Caminó un rato largo sin detenerse, porque tuvo una corazonada de que el lugar que buscaba estaba un poco más allá.
En un momento, el sol empezó a bajar. El follaje perdió definición y las siluetas de las ramas de los árboles se recortaron contra el fondo naranja moribundo del cielo. Ahí fue cuando dejó de sentirse tranquilo y empezó a creer que su intuición había sido bastante pelotuda esta vez. Entrecerró los ojos y el bosque se convirtió en una multitud de manos superpuestas. «Parecían suplicar una piedad que nunca les sería concedida». Y en verdad debía haberlo impresionado la visión, ya que Patán nunca hablaba de esa forma.
Fuera la hora que fuera, tendría que volver cuanto antes porque la oscuridad le impediría encontrar el lugar en el que había armado la carpa. De hecho, ya no se acordaba en qué dirección venía. Algo le hizo detener la marcha.
Estaba nervioso porque llevaba un rato acariciándose la barba sin detenerse. Llegaba hasta el ombligo cuando estaba mojada. Armó otro cigarrillo y cuando lo prendió supo que no tendría que estar ahí.
Porque no había ruido. Nunca hubo. Le costó entender cómo había estado varios días ahí sin darse cuenta de ese detalle. Era un campo sin pájaros. Ni chicharras. Nada. Silencio total.
Caminó un poco más —y con más apuro— para el lado del que creía haber venido, pero no estaba seguro. Lejos, adelante, el senderito se volvía más ancho. Y no era así cuando vino de ida. Campo abierto, tal vez. En una de ésas, a cielo abierto podría ubicarse mejor mirando las estrellas. Más lejos, vio una mancha luminosa que parecía una casa. No se veía bien.
En los últimos minutos de sol —cuando todo se ve blanco y negro, medio borroso— ya caminaba directamente apurado. Entonces se enganchó el pie. Era una raíz gruesa y flexible que asomaba de la tierra como un ojal que estuviera esperándolo desde siempre. El pie se dobló en ángulo agudo y cayó de cara al piso. Perdió el encendedor que llevaba en la mano. Trató de desengancharse el tobillo, pero era rara esa raíz, como flexible y tirante, muy dura. Si la tironeaba, parecía ajustar más.
Se puso a tantear el piso con la palma de las manos para ver si encontraba el encendedor. Con algo de luz podría sacar el pie sin lastimarse. Pero no lo encontró.
Encontró la suela de un zapato, parada de forma perpendicular al suelo. Al lado, la punta del zapato compañero. Un poco más a la izquierda, otro par. Alzó la vista y tenía adelante un hombre sentado de espalda contra un tronco. No se le veía bien la cara. Enfocó la vista y la piel se le contrajo, poniéndole los pelos de punta. No tenía cara.
Pegó un salto. Gimió sin mirarse el pie. Dio un respingo cuando vio al otro hombre sentado contra una montañita de cascotes a su izquierda. Ni él ni ninguno de los muñecos que colgaban de los árboles tenían cara, tampoco.
Eran de tamaño natural, vestidos de forma diferente. Algunos en el piso, acostados o sentados. La mayoría colgaba por el cuello desde las ramas de los árboles. Un par de ellos estaban de pie, apoyados contra algún arbusto o una piedra.
El aire no se movía. El único ruido era el de su pie libre rozando el pasto. Forcejeó y se retorció hasta que quedó libre. Lastimado, pero libre. Y salió corriendo.
Más adelante había más muñecos y, un poco más allá, dos tipos al costado del camino. Vestían de negro. Lo saludaron por turno, como si fuera lo más normal del mundo encontrarse ahí, en medio de los muñecos y de la oscuridad sin ruido. Patán les devolvió el saludo tratando de disimular el miedo. Le dijeron que era propiedad privada para aquel lado. Cuando contó esto, hizo mucho hincapié en que no tenían ningún tipo de emoción en la voz, ni acento, ni tonada. Totalmente monótono. Les pidió disculpas y les dijo que nada más había salido a caminar, que se había puesto oscuro cuando llegó ahí, pero ya se iba. Le dijeron que podía pasar a la casa de ellos, a tomar algo. Le señalaron una mancha oscura entre el follaje gris. Una lucecita lejana. Uno de ellos le aseguró de que no pasaría sed. El otro dijo que tampoco se aburriría. Eso le sonó raro y les respondió que todo bien, pero que se estaba volviendo. Insistieron y le dijeron que los acompañe. Y se acercaron. Les dio las gracias. Le dijeron que estaba todo bien, que vaya a casa con ellos. Las voces eran monocordes, como si fuera la misma voz pero copiada. Y cada vez más cerca. Cuando lo acariciaron decidió correr. Y sus pasos encontraron raíces duras y flexibles asomando de la tierra como bucles enmarañados que se enredaron en sus tobillos. «Como manos suplicando una piedad que nunca les sería concedida», dijo por segunda vez, sonando más artificial y grandilocuente que la primera.
No sé cuánto hace de esto. Tampoco me acuerdo el nombre del lugar, pero él siempre repetía que no había sido tan inútil su búsqueda. Que pese al incidente, había encontrado el lugar exacto en el que te podías sentar y alcanzar la serenidad absoluta. También decía que muy cerca de ahí estaba el infierno. Que el infierno no es un lugar con llamas ni aparatos de tormento. Que podía ser una conversación, un estado anímico o un hábito repetido hasta el infinito. Podía ser una mala canción persistiendo en la conciencia, en contra de la voluntad de uno. Una tarea detestable que estás obligado a llevar a cabo cada día de tu vida. Según él, el infierno podía ser cualquier lugar de donde no te podés ir.
Y cada vez que los miro me acuerdo de ese momento, como una película que empieza cada vez que termina. La conversación entre él y los de negro. Cómo lo dejaron ir y le dieron la localización exacta del lugar que buscaba. Lo que le pidieron a cambio y la manera en que se lo hicieron prometer. Pienso en la forma cómo me contó su historia por primera vez. En la ansiedad por confirmarla y la sensación que tuve la primera vez que vi lo que de verdad sucedió. No me acuerdo de las veces que tuve que verla. Si se sumó alguien nuevo después de mí, no lo sé. Estoy llegando a sospechar que cada uno ve lo que le corresponde y nada más que eso. Y cada cual tiene su propia película, que tiene que ver desde el comienzo cada vez que se termina.
No hace frío ni calor. No hay ruido ni olores. Desde acá apenas se puede ver la ventana de la casa, borrosa. Hace mucho que se olvidaron de mí. Cuando el miedo y la desesperación se agotaron, le cedieron paso a algo para lo que la palabra aburrimiento queda más que chica.
El viento cada tanto me mueve y entonces puedo ver otras cosas. O pensar en otras cosas. Pero casi nunca hay viento.

Publicado en el blog de la editorial chilena Austrobórea, el 22 de Noviembre de 2014.

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